Ficha técnica
Título: Pioneros | Edición: Santiago Rodríguez Guerrero-Strachan | Traducción: Ignacio Ibáñez Fernández | Editorial: Menos cuarto | Colección: Colección Reloj de arena; 51.| | Género: Cuentos| ISBN: 978-84-96675-49-0 | Páginas: 432 | Formato: 14 x 21 cm.| Encuadernación: Rústica| PVP: 27,00 € | Publicación:9 Mayo de 2011 |Autores: Ambrose Bierce, Charles W. Chesnutt, Kate Chopin, Stephen Crane, Rebecca Harding Davis, Mary E. Wilkins Freeman, Charlotte Perkins Gilman, Nathaniel Hawthorne, Washington Irving, Henry James, Sarah Orne Jewett, Jack London, Herman Melville, Edgar Allan Poe, Mark Twain y Edith Wharton
Pioneros
Santiago Rodríguez Guerrero-Strachan
Cuentos norteamericanos del siglo XIX
Esta antología de cuentos estadounidenses del siglo XIX se propone reconsiderar el canon literario: junto a nombres mayores y bien conocidos (Poe, Hawthorne, James, Crane…), aparecen en estas páginas autores -sobre todo autoras- menos difundidos entre los lectores hispanos, pero de semejante valía literaria. Además de estimulantes sorpresas, en Pioneros se muestra que el relato estadounidense del siglo XIX surgió del reflejo de la plácida vida de las pequeñas ciudades y de la fascinación por Europa. En esa tesitura entre lo local y lo cosmopolita se urde una trama de ficciones convertida con el tiempo en espejo para todos los cuentistas del mundo.
El hombre de la multitud
EDGAR ALLAN POE
Ce grand malheur, de ne pouvoir être seul.
LA BRUYERE
Había cierto libro alemán del que acertadamente se decía que «er lasst sich nicht lesen», no se deja leer. Algunos secretos no se dejan desvelar. Hay gente que muere de noche en su lecho, apretando las manos de confesores fantasmales y mirándoles a los ojos con consternación; mueren con el corazón desesperanzado y la garganta convulsa a causa del espanto de los misterios que nunca llegarán a ser revelados. De vez en cuando, desgraciadamente, la conciencia del hombre porta una carga de un horror tan grande que sólo puede acabar aligerándose en la tumba, de modo que la esencia de todo crimen queda sin divulgar.
No hace mucho, al atardecer de una tarde de otoño, me hallaba sentado frente a un ventanal arqueado del café D… de Londres. Había padecido de mala salud durante unos meses pero ya estaba convaleciente y, con fuerzas renovadas, me encontraba con esa buena disposición que es diametralmente opuesta al hastío: el más vivo de los anhelos, cuando se disipa la neblina de la visión mental y el intelecto, electrizado, supera lo cotidiano del mismo modo en que la vívida franca razón de Leibniz sobrepasa a la disparatada e inconsistente retórica de Gorgias. El mero hecho de respirar era un deleite y percibía placeres positivos incluso en muchas de las fuentes legítimas de dolor. Sentía un interés sosegado pero inquisitivo por todo. Con un puro en los labios y un periódico en el regazo me había pasado la mayor parte de la tarde distraído, inspeccionando los anuncios, observando a la diversa concurrencia de la sala o mirando a la calle a través de los ahumados ventanales.
Esta es una de las principales vías de la ciudad y había estado muy concurrida todo el día, pero, con el caer de la noche, la multitud fue aumentando aún más y, para cuando las farolas ya estaban completamente encendidas, dos densas oleadas continuas de peatones se apresuraban por delante de la puerta. Nunca antes me había encontrado con una situación similar a aquella hora concreta de la noche y por tanto el tumultuoso mar de cabezas me procuró una deliciosa sensación de novedad. Finalmente terminé abandonando toda preocupación por los asuntos del interior del hotel y me vi inmerso en la contemplación de la escena exterior. Al principio mis observaciones tenían un tinte abstracto y generalizador. Percibía a los transeúntes en masa y los consideraba un cúmulo colectivo de relaciones. Pronto, sin embargo, me sumergí en los detalles y observé con minucioso interés la innumerable variedad de figuras, atuendos, portes, andares, rostros y expresiones de los semblantes.