Ficha técnica
Título: No se lo digas a Alfred | Autor: Nancy Mitford | Editorial: Libros del Asteroide | Traducción: Milena Busquets | Páginas: 312 | Formato: 20 x 12,5 cm. | Encuadernación: Rústica | Primera edición: junio 2009 | ISBN: 978-84-92663-03-3 | PVP: 18,95 euros
No se lo digas a Alfred
Nancy Mitford
Cuando Alfred es nombrado embajador en París, su mujer, Fanny, se convertirá en la encargada de manejar los asuntos cotidianos de la embajada. De repente se verá alternando con la aristocracia y lo más granado de la sociedad parisina, dando cócteles y cenas, y contemplando asombrada como cada nimio detalle de su vida es aireado en los periódicos. Por si fuera poco, tendrá que mediar en los asuntos sentimentales de sus amigos y encauzar a sus indómitos hijos, cuyos modernos estilos de vida -uno es teddy boy y otro hippie- no termina de comprender. Además, parece que una crisis diplomática está a punto de estallar, dejando claro que la vida en una embajada es todo menos aburrida.
En No se lo digas a Alfred, Nancy Mitford combina personajes nuevos con otros que ya aparecían en A la caza del amor y Amor en clima frío y nos ofrece una despiadada sátira de los círculos parisinos más exclusivos así como de las siempre ambiguas relaciones entre Inglaterra y Francia. Sus mordaces diálogos y su extraordinaria capacidad para modelar personajes le permiten ofrecer al lector una sutil y divertidísima novela.
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El día que iba a cambiar mi vida, fui a Londres en el tren de las 9.35. Tenía planeado hacer algunas compras. Me habían dicho que había batas chinas de rebajas: eran perfectas para cenar en casa porque lo tapaban todo. También pensaba ir a visitar a Basil, mi pequeño, que era una preocupación constante para mí. Tía Sadie me había suplicado que pasase a ver a tío Matthew, además hacía mucho tiempo que quería comentar algo con él. Había quedado para almorzar con uno y tomar el té con el otro. Era sábado, y los sábados Basil no tenía clase; estaba opositando para ingresar en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Nos íbamos a encontrar en el restaurante y después iríamos a su residencia. Lo que solía llamarse simplemente «piso» ahora se llamaba «apartamento con servicio de habitación y conserje». Mi idea era poner un poco de orden, algo sin duda muy necesario, y llevarme la ropa sucia para hacerla lavar. Cogí una gran bolsa de lona para poner la ropa y la bata china, caso de que la comprara.
Pero, ¡Dios mío!, creo que nunca he estado tan ridícula como con aquella bata china, los enormes zapatos marrones asomando por debajo, el pelo desordenado por culpa del sombrero y el bolso de cuero aferrado contra mi pecho, porque dentro había veintiocho libras y había oído que en las rebajas robaban bolsos. La dependienta me pidió, muy seriamente, que imaginara lo distinto que sería cuando yo estuviese cuidadosamente coiffée y maquillée y parfumée y manicurée y pedicurée, calzando unas sandalias chinas (en la siguiente sección, 35/6) y echada sobre un sofá suavemente iluminado. Sin embargo, no sirvió de nada. En aquel momento mi imaginación no podía ponerse a trabajar sobre todas esas hipótesis. Tenía calor y estaba aburrida: me arranqué la bata y huí del descontento de la dependienta.