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Ficha técnica

Título: Los drusos de Belgrado | Autor: Rabee Jaber | Editorial: Turner | Colección: Turner Kitab |Encuadernación: Rústica con solapas | Dimensiones: 14 x 22 | Páginas: 220 | ISBN: 978-84-15832-46-1 | Precio: 19,90 euros

Los drusos de Belgrado

TURNER

En 1860, el Imperio otomano dominaba todo el Mediterráneo oriental, desde Túnez hasta Bosnia. Los pueblos musulmanes y cristianos de uno y otro lado del Bósforo convivían bajo un mismo e insostenible poder, que pronto llegaría a su fin.

Una mañana de aquel año, Hanna Yaqub, un joven cristiano vendedor de huevos de Beirut, se despide de su esposa y de su hija para salir a recorrer la ciudad con su cesta. Pero esta vez las callejuelas que desembocan en el puerto lo conducen a un destino que no podría haber sospechado. Hanna es apresado por soldados y encerrado en las tripas de un barco junto a un grupo de hermanos drusos para ser llevado a los Balcanes, donde iniciará un peregrinar infinito por las prisiones del imperio. En este viaje, Hanna comineza a asimilar su nueva identidad, a convertirse en un druso, en un hermano más, a través de la extraña comunión que surge de compartir un mismo sufrimiento.

Con una prosa evocadora, limpia y rotunda, Rabee Jaber nos arroja al fuerte contraste entre la oscuridad y la luz, entre la vida y la muerte; en definitiva, a la fatalidad a la que puede estar sometido el ser humano. Pero es también un relato de la supervivencia a través de la hermandad entre hombres de distintas lenguas y religiones que logra sacar la belleza incluso de las situaciones más dolorosas.

 

 

Montenegro 1872

«El temblor del suelo y el ruido me despiertan. ¿Dónde estoy? ¿En la prisión de Herzegovina o en la ciudadela de Belgrado? Los grilletes de hierro me impiden incorporarme, pero alargo el cuello e inconscientemente, como en aquellos lejanos años en mi remoto país, casi exclamo: «¡Huevos, huevos, huevos cocidos!». Oigo carreras y gritos, luego inquietantes golpes encima de mí -en la superficie-, como si fabulosos y gigantescos animales corrieran atropelladamente, cayeran y murieran. Un horrible mugido llena el espacio y huelo carne abrasándose. El horror me penetra como filo de espada. Un sudor gélido me empapa el cuerpo. Me quedo petrificado, como en una pesadilla -en el momento justo en el que el estallido de los fusiles precede a la caída de Qásim junto a sus hermanos, sobre la tierra mojada-, sabiendo que tal vez no salga jamás de aquí. ¿Por qué he de morir en este lugar sin volver a ver a mi esposa, ni a mi hija, ni mi casa? Salí una mañana a vender huevos cuando el sol aún no había despuntado tras el monte Sannine. Hace diez años, hace once, hace doce. La tierra se derrumba sobre mi cabeza. ¿Es que está escrito en los cielos que me entierren vivo, estando preso sin culpa alguna, en esta tierra extraña?

»¿Dónde está la justicia? ¿Cómo puede Dios hacerme esto? ¿Y Haylana? Y la pequeña, ¿cuánto habrá crecido ya sin que yo la haya visto ni haya oído su voz? Fuego y humo. Alboroto tras los muros. Gritos encima y debajo de mí. No estaba seguro antes, pero ahora lo sé: debajo hay otra planta; también ahí hay presos.

»Mi mente está divida en dos. Una mitad aterrorizada ve en la oscuridad manos y pies intentando en vano liberarse de los grilletes; la otra mitad está serena, despreocupada, y vaga hacia lo lejos: si es mi última hora, pido ver ante mí caras conocidas a las que amo, no estas. Me arrojaron aquí hace siete meses y en todo este tiempo no he trabado amistad con ningún preso. Me encadenaron a una barra corroída por el óxido en un rincón vacío en el que el suelo en pendiente hace que cuando llueve se acumule el agua. «No pasarás sed», me dijo sonriendo el carcelero pelirrojo al salir, con el tintineo del manojo de llaves al costado. «Pero sí hambre», repuso una voz en la oscuridad, y el lugar se llenó de risas chillonas. Sentí rechinar de dientes y traqueteo de cadenas y, como sucedía cada vez que me trasladaban, perdí el control de mi vientre y me ensucié. Levanté la cara sin preocuparme por los demás, ya que la oscuridad era total. Me pareció que hablaban la lengua de los carceleros de esta región -lengua de la que algo aprendí en la Ciudadela Blanca-, pero mientras me insultaban descubrí que provenían de diferentes lugares y que hablaban más de un idioma. Me preguntaron mi nombre, de dónde venía y por qué estaba preso. No respondí para que no supieran, por mi voz ahogada, que lloraba. A la hora de comer la celda se abrió y echaron comida en la olla, junto a la puerta. Al estar encadenado en el rincón más alejado me quedé sin comer.

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