
Ficha técnica
Título: Las mujeres | Autor: Thomas Coraghessan Boyle | Traducción: Julia Osuna Aguilar | Editorial: Impedimenta | Encuadernación: Rústica con sobrecubierta | Formato: 14 x 21 cm | ISBN: 978-84-15578-89-5 | Páginas: 544 | Precio: 24,95 euros
Las mujeres
Thomas Coraghessan Boyle
T. C. Boyle, uno de los narradores norteamericanos más sólidos de las últimas décadas, nos ofrece en su indiscutible obra maestra, Las mujeres, la vida y amores de uno de los iconos más controvertidos del siglo XX, el visionario arquitecto Frank Lloyd Wright. Su imponente finca de Taliesin, en el Wisconsin profundo, quemada dos veces y dos veces reconstruida, empieza a ser asediada por los periodistas, ávidos de retratar la escandalosa vida amorosa de su dueño. Kitty, la primera esposa de Wright, está convencida de que las amantes de su marido solo son un espejismo. Martha «Mamah» Borthwick es una belleza que será asesinada por un criado. Y su segunda mujer, Miriam, ha de disputarse el trono del corazón del arquitecto con la sensual Olgivanna, una bailarina serbia que comparte con él una visión tempestuosa y turbulenta de la vida, y que es un auténtico barril de pólvora a punto de estallar.
PRIMERA PARTE
OLGIVANNA
PRÓLOGO A LA PRIMERA PARTE
Por aquella época yo no sabía mucho de automóviles -ni ahora, a decir verdad-, pero fue uno el que me llevó hasta Taliesin en el otoño de 1932, a través de un paisaje rural por momentos fortificado de árboles, por momentos enmoquetado de hierba hasta la pared trasera de sus establos, de sus silos y de sus granjas, pasando por pueblos con nombres como Black Earth, Mazomanie o Coon Rock, donde no habían visto nunca una cara japonesa (ni china, para el caso). Una parada para repostar, un bocadillo, una visita al baño, y parecía que hubiese bajado a la Tierra un marciano y se hubiese puesto al volante de un Stutz Bearcat amarillo canario y negro abisal como otro cualquiera (y, a todo esto, ¿qué es un bearcat, ese «gato oso»? Me imagino un animal monstruoso salido de la chistera de un publicista, un híbrido que ruge, trisca y escarba por el asfalto, igual que lo hacía el mío, remedando al del anuncio). En aquel día, demasiado caluroso para octubre -y demasiado sereno y despejado, como si el verano se negase a acabar-, la mayoría de las personas con las que me cruzaba se me quedaban mirando hasta que se daban cuenta de su indiscreción y apartaban la mirada como si no hubiesen registrado en sus ojos lo visto, ni tan siquiera una imagen fugaz en la retina; hubo un hombre, sin embargo -y no es mi intención ponerle en evidencia, pues el pobre no daba para más, y por entonces empezaba a acostumbrarme a aquella perplejidad-, que a mi pregunta de dónde podía comprar una hamburguesa solo pudo responderme abriendo un palmo y medio la boca y exclamando con la mandíbula desencajada: «¡Por los clavos de Cristo! Usted es chino, ¿verdad?».
Que la capota no quisiera subirse tampoco fue de gran ayuda, porque dejaba mi cara expuesta no solo al sol y a una avasalladora metralla de polvo, de plumas de gallina y de estiércol pulverizado, sino también a las miradas de hasta el último de los impasibles habitantes de Wisconsin que se me cruzaba en el camino. Era una auténtica locura la cantidad de baches y surcos que salpicaban el firme, colmados todos de un agua turbia que parecía salir disparada como un géiser cada quince metros. Y los mosquitos: nunca había visto tantos juntos, como si surgieran por generación espontánea y la tierra los esparciera a modo de granos de polen en una profusión de arena o de polvo. Estallaban en vivos goterones de filamentos líquidos contra el parabrisas, hasta que apenas podía verse la carretera al otro lado de la escabechina. A todo esto, había que sumarle los perros pastores, los gansos sueltos, los puercos desorientados y las vacas suicidas que acechaban por doquier, obstáculos que surgían continuamente en mi campo de visión, hasta que empecé a paralizarme ante cada recodo y ante cada cruce del camino. Si no adelanté cien carretas en mi trayecto, no adelanté ninguna. Un millar de sembrados. Árboles hasta perder la cuenta. Me agarré con fuerza al volante y apreté los dientes.
Tres días antes había celebrado a solas mi vigésimo quinto cumpleaños, en el tren nocturno que unía la estación Grand Central de Nueva York con la Union Station de Chicago, acompañado tan solo por una maleta y un telegrama de felicitación de mi padre, así como por mis ejemplares manoseados de la revista Wendingen y la Carpeta Wasmuth, además de varias mudas que había comprado para intentar no desentonar demasiado en aquel Wisconsin profundo (un par de vaqueros, unas cuantas camisas informales, cosas por el estilo), y que no llegué a sacar de la maleta. En mi cabeza aquella expedición era una empresa de carácter casi ceremonial, que exigía una vestimenta formal y unos modales convencionales, pese a los rigores de la carretera y lo que solo puedo calificar como el «desbarajuste» del mundo rural.