
Ficha técnica
Título: La mujer que vigila los Vermeer | Autor: José María Conget | Editorial: Pre-textos | Colección: Narrativa Contemporánea, nº 111 | ISBN: 978‐84‐15576‐38‐9 | Páginas: 156 | Tamaño: 23 X 14 | Precio: 17 Euros
La mujer que vigila los Vermeer
El deseo de ser otro y la conciencia íntima de impostura vital transitan por algunas de estas páginas, en las que también cabe la reflexión en torno a la esterilidad de una existencia consagrada, aparentemente, al conocimiento. Otros relatos invitan al lector a la sesión sicoanalítica de un mentiroso compulsivo, a un diálogo sobre conspiraciones políticas, al recorrido de una biografía a través de las salas de cine que frecuentó su protagonista, a las diversas formas de soledad (y desastre) inducidas por la obsesión amorosa y al examen de dos habitaciones vaciadas por la muerte. El volumen se completa con un brevísimo homenaje al Capitán Trueno.
Dio un portazo y fue como si el ruido lo despertase de un sueño para abandonarlo en una cotidianidad que perteneciera a otra persona. Por un momento no reconoció la salida del mews hacia el parquecito de Brook Green que encaminaba a la estación de Hammersmith, no reconoció las escaleras de su vivienda ni el capó del Bentley que asomaba desde el parking improvisado, no reconoció al niño de cinco años que lo miraba atónito con el chaquetón en la mano y que le dijo mamá está llorando. ¿Qué hago aquí?, pensó. Yo estaba, pensó, en Salamanca, ¿no?, había quedado en el bar Tío Vivo con Elena, sustituía al cátedro de Hispanoamericana. Qué hago aquí, quién me ha traído, pensó. Miró al niño como si lo viera por primera vez. Mamá está llorando, repitió Carlos. Se llamaba Carlos, era su hijo. Había cerrado la puerta de su casa con voluntaria violencia y despertaba en una pesadilla gris que no era pesadilla sino el futuro realizado que él no deseó, o sí deseó y, como en algunos cuentos infantiles y tragedias griegas, los dioses lo castigaron otorgándole su cumplimiento. Cogió el chaquetón del niño. Le ayudó a ponérselo. Mamá no llora, es un juego, le dijo. Carlos lo miró dubitativo, pues yo no quiero jugar a ese juego, es muy triste. Nosotros jugaremos a cosas graciosas, dijo, dame la mano para bajar las escaleras.