La batalla de las cerezas
Günther Anders y Hannah Arendt, su primera esposa, se casaron en 1929 y se divorciaron en 1937. Tras el fallecimiento de Arendt, en 1975, Anders recuperó las notas que había tomado durante las discusiones filosóficas que la pareja mantuvo durante los primeros años de su matrimonio. Recordando los tiempos felices que ambos pasaron en Berlín y consciente de que Arendt fue el gran amor de su vida, empezó a reconstruir los diálogos que mantuvieron en ese período.
Si para Arendt ese matrimonio no fue más que una forma de escapar del que fuera su gran amor de juventud, Martin Heiddeger, para Anders, en cambio, ella fue el primer y verdadero amor de su vida. Por ello, en la Navidad de 1975, tras el fallecimiento de Arendt, recuperó los apuntes de los años berlineses vividos con ella; y no fue hasta 1985 que este texto adopto su forma definitiva por vez primera en lengua castellana.
El diálogo que se estableció entre ambos es el que marcará, con distinto éxito, la trayectoria de estos dos grandes filósofos. El escenario es un balconcito de la minúscula habitación en la que habitan. Günther y Hannah están sentados uno frente al otro. En el centro, un enorme cesto de cerezas.
La batalla puede comenzar.
Comienzo del libro
En memoria de Hannah Arendt
La mirada de gueto de sus ojos verdes se llena de asombro cada vez que presencia una actuación de la que, pese a sus extraordinarias dotes, ella misma no es capaz, especialmente cuando se trata de creaciones musicales o pictóricas. No es que carezca de talento musical, pero no es autónoma a ese respecto. Cuando canta —lo que rara vez ocurre— resulta chocante, pues de su boca de mujer sale una voz de bajo. Aprecié por primera vez esa mirada hace poco, cuando escuchábamos a Schnabel,1 en su interpretación del movimiento dialógico en mi menor del concierto para piano en sol mayor de Beethoven. Ignoro si la expresión de asombro de sus grandes ojos respondía a la ejecución de la pieza, al diálogo entre la orquesta y el piano o a la genialidad de Beethoven por ponerlos a dialogar así. En el camino de vuelta me preguntó si sabía qué se decían el uno al otro. Cuando confesé que, aunque conocía el diálogo desde la infancia porque mi padre interpretaba la pieza y creía entenderlo, no me sentía capaz de contestar a su pregunta, sufrió una honda decepción; no, apenas podía creerme, porque ella confiaba tan absolutamente en el lenguaje que no daba crédito a la posibilidad de que no todo pudiera expresarse en él. Y quizá me tuviera por alguien capaz de trasladar todo lo extra o prelinguístico «al lenguaje del lenguaje» y conseguir así que lo extralingüístico se pusiera de repente a hablar.