
Ficha técnica
Título: Grecia. Viaje al Monte Athos | Autor: Robert Byron | Traducción: Andrés Arenas y Enrique Girón | Colección: Robert Byron | Editorial: Confluencias | Formato: 150 x 210 mm. | Encuadernación: Rústica | Páginas: 368 | ISBN: 978-84-942742-1-3 | Precio: 22,00 euros
Grecia. Viaje al Monte Athos
Robert Byron
Grecia era uno de los lugares soñados por Robert Byron. En este volumen, el viajero inglés se lanza a la conquista del Monte Athos y sus monasterios. Como siempre, en su mochila no faltaba su mirada irónica y penetrante, así como una genuina fascinación por todo lo que le rodeaba. Por supuesto, también cargó con su cámara fotográfica, y esta edición recoge las instantáneas del viaje. Por libros como este, se entiende por qué Bruce Chatwin se consideraba discípulo de Robert Byron.
I
EL LEVANTE
El sol, puntual a las ocho, se estrelló contra las puertas del armario de enfrente con una fuerza que estremeció todo mi cuerpo y me hizo exhalar un largo y profundo suspiro. Los haces de luz comenzaron a agitarse por encima de la cama sincronizados con los latidos del corazón. El día de la partida había llegado; día, en otro sentido, del retorno.
Aquella tarde me dirigí a Londres, y la mañana siguiente la dediqué a ir de compras. El gerente de tan importante establecimiento, Fortnum & Mason, improvisó unos versos alabando el contenido de las alforjas de viaje. Seis latas de chocolate de una libra, dos de salsa picante, un sifón en su caja de madera, que se parecía a una gallina clueca, pastillas, artículos de aseo y papelería que se han ido acumulando, junto con un tintero de donde fluyen estas palabras mágicas. Sin embargo, a fin de hallar un repelente contra los insectos que aguardan con insidiosa paciencia a los escasos inquilinos de esos malolientes hostales, desafié el escepticismo de todos los farmacéuticos de una punta a otra de Londres. Soy afortunado por tener, sin embargo, cierto repugnante atributo físico, que aunque no me hace inmune a las cosquillas, sí, a los picotazos.
A las 10:51 del viernes 12 de agosto partí de la estación Victoria, rodeado de maleta, mochila, alforjas, caja de sombreros (que contenía además de un panamá, toallas y fundas de almohada), una caja de sifones y un pretencioso maletín donde llevaba una obra no muy conocida de Edgar Wallace y cartas de presentación para toda clase de dignatarios extranjeros, desde oficiales de aduanas a altas jerarquías eclesiásticas. Sólo cuando el tren arrancó me di realmente cuenta de que había perdido las llaves de todo mi equipaje. Afortunadamente, el carpintero del ferry me consiguió llaves de repuesto para todo, menos para la maleta.