
Ficha técnica
El traspié. Una tarde con Schopenhauer
Fernando Savater
Al final de su vida, el filósofo Arthur Schopenhauer alcanzó -al menos en parte- el reconocimiento público de su obra que durante tanto tiempo se le había negado. Una joven y prometedora artista, Elisabeth Ney, solicitó permiso para hacerle un busto. Halagado, el gran pesimista accedió a esta petición. Durante varios meses posó para la joven y entre tanto conversó con ella de todo lo imaginable. Entre el viejo pensador célebre por su misoginia y la bella artista se trabó una relación extrañamente dulce. En algunos momentos, Schopenhauer pareció revisar su opinión sobre el género femenino…
En esta comedia filosófica, elocuente y sutil, se imagina una de aquellas sesiones entre la escultora y su ilustre modelo. El filósofo exhibe sus ideas ante una oyente tan atenta como ocasionalmente irónica. Se repasa el destino del hombre, orgulloso de sus certezas y martirizado por sus perplejidades. Mientras, la superstición ronda, llega un forastero atrevido, se prepara una invocación a los espíritus y la carne dicta urgencias que se burlan de los alambicados sistemas intelectuales. Y suena al fondo una alegre melodía de Rossini…
PÁGINAS DEL LIBRO
Dramatis personae
Doctor Arturo SCHOPENHAUER, filósofo.
Elisabet NEY, escultora.
Margaret SCHNEPP, ama de llaves.
Rodrigo de ZÚÑIGA, viajero y hombre de mundo.
(Frankfurt, 1859. Salón de la casa de Schopenhauer. Vemos una chaise-longue, un Buda dorado sobre una especie de podio o altarcillo, retratos enmarcados de Kant y Goethe así como de algunos perros caniches. Cuando comienza la obra, Schopenhauer está sentado muy tieso, inmóvil, ofreciendo su perfil a la escultora Ney, que está acabando de modelar su busto en arcilla. El filósofo es un hombre bajo y atildado, de poco más de setenta años. La señorita Ney es hermosa, tiene venticuatro años y viste totalmente de blanco).
NEY: Un poco de paciencia todavía, señor doctor. Ya estoy dando los últimos toques.
SCHOPENHAUER: No tengo prisa, mademoiselle. Estoy acostumbrado a esperar. ¡He esperado tanto tiempo! Me había resignado ya a pensar que toda mi fama debía ser póstuma, pero según parece aún va a darme la vida ocasión de asistir a su comienzo. El telón de la farsa se levanta –¡la farsa de mi gloria, mademoiselle!– y yo estoy todavía en el escenario, como un tramoyista sorprendido por el comienzo de la función que ha de refugiarse apresuradamente entre bambalinas, azorado por los aplausos del público.