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Ficha técnica

Título: El impulso creativo y otros cuentos  | Autor: William Somerset Maugham | Traducción: Jordi Fibla |Editorial: Atalanta | Tamaño 14 x 22 | Encuadernación: Rústica | Páginas: 312 | ISBN: 978-84-946136-7-8 | Precio: 24 euros

El impulso creativo y otros cuentos

William Somerset Maugham

ATALANTA

Los cuentos de William Somerset Maugham reúnen las principales virtudes del que fue, a principios del siglo XX, uno de los dramaturgos y novelistas más reputados del Reino Unido. En ellos se encuentran las finas dotes de observación psicológica por las que lo ensalzó la crítica, un estilo limpio y mordaz como lúcido cronista tanto de la vida mundana como de la esfera literaria, y una sobresaliente capacidad para sintetizar los dilemas a los que se enfrentan sus personajes.

En El impulso creativo y otros cuentos se recopilan doce relatos en los que Maugham explora la complejidad de la condición humana: la pugna entre lo que uno es y lo que desea ser, la sutil línea que separa la realidad del sueño, pero sobre todo el embaucador poder de las apariencias y los oscuros impulsos que esconden las acciones del ser humano. Estos temas, de naturaleza atemporal, cristalizan en una prosa con resonancias de Maupassant. El lector profundizará en perspicaces retratos de personajes y en situaciones construidas en torno a una idea de estilo y composición clara: crear pequeñas piezas centradas en una sola trama, cuyo objetivo es el de ofrecer una estampa dramática cerrada. Atalanta sigue, tras la publicación de Lluvia y otros cuentos, con el necesario rescate de la narrativa breve de un autor clave de la literatura europea.

 

Lord Mountdrago

El doctor Audlin consultó el reloj que estaba sobre su mesa. Eran las seis menos veinte. Le sorprendía que su paciente se retrasara, pues Lord Mountdrago se enorgullecía de su puntualidad; su manera sentenciosa de expresarse tenía el aire de un epigrama a una observación vulgar y corriente, y solía decir que la puntualidad es un cumplido que uno hace al inteligente y una reprimenda que administra al estúpido. La cita de Lord Mountdrago era a las cinco y media.

No había nada en el aspecto del doctor Audlin que llamase la atención. Era alto y enjuto, estrecho de hombros y algo encorvado. Su cabello era gris y fino, y el rostro, alargado y cetrino, estaba surcado de profundas arrugas. No contaba más de cincuenta años, pero parecía mayor. Sus ojos azul claro y bastante grandes denotaban cansancio. Cuando llevabas un rato con él, te dabas cuenta de que se movían muy poco; permanecían fijos en tu rostro, pero tan carentes de expresión que no te incomodaban. Casi nunca le brillaban, tampoco ofrecían indicios de sus pensamientos ni cambiaban según lo que estuviera diciendo. Si eras observador, te percatabas de que parpadeaba mucho menos que la mayoría de las personas. Tenía las manos más bien grandes, de dedos largos y ahusados; eran blandas pero firmes, frías pero no sudorosas. Jamás habrías podido decir cómo vestía el doctor Audlin a menos que te fijaras a propósito. Usaba prendas oscuras y corbata negra. Su traje hacía palidecer todavía más el rostro cetrino y arrugado. Daba la impresión de que estaba muy enfermo.

El doctor Audlin era psicoanalista. Se había dedicado a la profesión por accidente y la practicaba con recelo. Cuando estalló la guerra, no hacía mucho que se había licenciado en medicina y estaba adquiriendo experiencia en varios hospitales. Ofreció sus servicios a las autoridades y al cabo de un tiempo lo enviaron a Francia. Fue entonces cuando descubrió su singular don. Podía aliviar ciertos dolores mediante la aplicación de sus manos firmes y frías, y a menudo era capaz de inducir el sueño en personas insomnes, para lo cual sólo tenía que hablarles. Lo hacía lentamente. Su voz carecía de color y su tono no se alteraba según lo que estuviera diciendo, pero era musical, suave y arrulladora. Decía al insomne que debía descansar, no preocuparse, dormir, y el descanso iba llegando a sus miembros agotados, la tranquilidad apartaba a un lado sus inquietudes, como quien encuentra un hueco para sentarse en un banco ocupado, y el sueño caía sobre sus párpados cansados cual ligera lluvia primaveral sobre la tierra recién removida. El doctor Audlin descubrió que al dirigirse a alguien con su voz baja y monótona, al mirarle con sus ojos claros e inmóviles, al tocarle la frente enervada con sus manos largas y firmes, podía aliviar sus molestias, resolver los conflictos que le trastornaban y desterrar las fobias que convertían su vida en un tormento. A veces lograba curaciones que parecían milagrosas. Devolvió el habla a un hombre que, sepultado bajo tierra por la explosión de un obús, había enmudecido, y consiguió que otro, paralizado tras un accidente aéreo, recuperase el uso de sus miembros. No podía comprender sus poderes. Era escéptico por naturaleza, y aunque dicen que en esta clase de circunstancias lo más importante es creer en uno mismo, nunca lo había logrado del todo, y tan sólo el resultado de sus actividades, patentes para el observador más incrédulo, le obligaba a admitir que poseía cierta facultad cuya procedencia desconocía, oscura e incierta, que le capacitaba para hacer cosas de las que no podía dar ninguna explicación. Una vez finalizada la guerra, se trasladó a Viena para estudiar allí, luego fue a Zúrich y después se estableció en Londres para practicar el arte que había adquirido de un modo tan extraño. Llevaba quince años ejerciéndolo y había alcanzado una distinguida reputación en su especialidad. La gente contaba sus asombrosas hazañas y, aunque sus tarifas eran altas, tenía tantos pacientes como tiempo para atenderlos. El doctor Audlin era consciente de que había obtenido unos resultados extraordinarios: a unos los había salvado del suicidio, a otros del manicomio, había mitigado aflicciones que amargaban vidas valiosas, devuelto la felicidad a matrimonios desdichados, erradicado instintos anormales y por tanto librado a bastantes personas de una servidumbre aborrecible, había sanado espíritus enfermos. Había hecho todo esto y sin embargo, en el fondo de su mente, seguía sospechando que era poco más que un curandero.

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William Somerset Maugham

William Somerset Maugham (1874-1965), nacido en la embajada inglesa de París, donde su padre trabajaba como asesor legal, vivió el período efervescente de Inglaterra anterior a la Primera Guerra Mundial -durante la cual llevó a cabo una misión de espionaje en Rusia- y los brillantes años veinte en Londres, París y Nueva York, siempre en contacto con las personalidades culturales más relevantes de su tiempo. En 1928 compró la villa La Mauresque, una finca de casi cinco hectáreas frente al mar, cerca de Saint-Jean-Cap-Ferrat, en la Riviera francesa, y allí solía pasar largas estancias que intercalaba con frecuentes viajes a América o a lugares remotos de Asia, a bordo de alguno de los transatlánticos de la célebre naviera inglesa P. & O. Maugham estudió medicina en el hospital Saint Thomas de Londres. El éxito inesperado de una de sus primeras novelas afianzó su vocación literaria. A partir de entonces, el ejercicio de las letras y el teatro le hizo rico y popular. Escribió veintiuna novelas y veinticuatro obras teatrales, varias biografías, ensayos y   libros de viajes, así como alrededor de cien cuentos.

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