
Ficha técnica
Título: El hombre que plantaba árboles | Autor: Jean Giono | Traducción: Palmira Feixas | Editorial: Duomo Ediciones | Colección: Nefelibata | Género: Ensayo | ISBN: 978-84-92723-74-4 | Páginas: 42| Formato: 14 x 21,5 cm. | Encuadernación: Cartoné | PVP: 13,00 € | Publicación: 22 de Septiembre 2010
El hombre que plantaba árboles
Jean Giono
«Cuando pienso que un solo hombre, reducido a sus simples recursos físicos y morales, fue capaz de hacer surgir del desierto este país de Canaán, siento que, pese a todo, la condición humana es admirable.»
Durante uno de sus paseos por la Provenza, el escritor francés Jean Giono conoció a una persona inolvidable: un pastor solitario y apacible, de pocas palabras, que disfrutaba de una vida tranquila y reposada, entre ovejas y perros. Sin embargo, bajo la sencillez y la soledad en la que vive, este hombre está cumpliendo una inmensa labor, una acción que habrá de cambiar la faz de su tierra y la vida de las generaciones futuras.
Una parábola sobre la relación entre el hombre y la naturaleza, una historia ejemplar sobre la capacidad humana para alcanzar cualquier objetivo que se plantee.
«Imagino que Jean Giono habrá plantado no pocos árboles a lo largo de su vida. Sólo quien ha cavado la tierra para acomodar una raíz o la promesa de ésta podría haber escrito la singularísima narración que es El hombre que plantaba árboles, una indiscutible proeza en el arte de contar.
[…] Y ésa es la conclusión: estamos esperando a Elzéard Bouffier, antes de que sea demasiado tarde para el mundo.» José Saramago
PÁGINAS DEL LIBRO
Para que el carácter de un ser humano desvele cualidades verdaderamente excepcionales, hay que tener la fortuna de poder observar su actuación durante largos años. Si dicha actuación está despojada de todo egoísmo, si la idea que la rige es de una generosidad sin par, si es absolutamente cierto que no ha buscado ninguna recompensa y que, además, ha dejado huellas visibles en el mundo, entonces nos hallamos, sin duda alguna, ante un carácter inolvidable.
Hace cosa de cuarenta años, emprendí un largo viaje a pie por unos montes completamente desconocidos por los turistas, en la vieja región de los Alpes que penetra en la Provenza.
La región está delimitada al sureste y al sur por el curso medio del Durance, entre Sisteron y Mirabeau; al norte, por el curso superior del Drôme, desde su nacimiento hasta Die; al oeste, por las llanuras del Condado Venaissin y los contrafuertes del Mont Ventoux.
Comprende toda la parte norte del departamento de los Bajos Alpes, el sur del Drôme y un pequeño enclave de la Vaucluse.
Cuando inicié mi larga caminata por esas tierras desiertas, a una altura de entre mil doscientos y mil trescientos metros, no había más que llanuras desnudas y monótonas en las que sólo crecían lavandas silvestres.
Atravesé el país por su parte más ancha y, después de tres días de camino, me encontré en una desolación sin par. Acampé junto a un esqueleto de pueblo abandonado. No me quedaba agua desde la víspera y necesitaba encontrarla como fuera. Esas casas arracimadas como un viejo panal de avispas, pese a estar en ruinas, me dieron a pensar que ahí, en otro tiempo, tuvo que haber una fuente o un pozo. Y así era; había un pozo, pero seco. Las cinco o seis casas sin tejado, corroídas por el viento y la lluvia, y la pequeña capilla con el campanario derrumbado, se alzaban como las casas y las capillas de los pueblos vivos, pero la vida misma había desaparecido.