
Ficha técnica
Título: El gran misterio de Bow | Autor: Israel Zangwill | Traducción: Ana Lorenzo | Ilustración: Dadu Shin | Editorial: Ardicia | Páginas: 208 | ISBN: 978-84-942916-4-7 | Precio: 17,50 euros
El gran misterio de Bow
Israel Zangwill
Aún no ha amanecido en el distrito londinense de Bow, que descansa envuelto en una vieja conocida: la niebla. Sin embargo, no todos duermen en el número 11 de Glover Street. La señora Drabdump se afana en su cocina, malhumorada porque empieza el día con retraso ya que, por una casualidad, se ha levantado algo más tarde de lo habitual. Curiosamente, todo apunta a que, en el piso de arriba, a su nuevo inquilino le ha ocurrido lo mismo: sigue en la cama a pesar de los sucesivos intentos de su patrona por despertarle. Pero el señor Constant nunca más volverá a ponerse en pie… Con fina comicidad, El gran misterio de Bow (1892) se inscribe en la brillante tradición de relatos detectivescos de «cuarto cerrado». El enigma lógico y el juego inductivo servirán asimismo para que Zangwill convoque para su resolución a los más variopintos tipos sociales: detectives ególatras, sindicalistas de intachable reputación, poetas vividores, filósofos charlatanes, impresionables amas de casa… Todos tienen su papel en el esclarecimiento de tan sensacional suceso.
«Una de las soluciones más brillantes al juego del cuento policial.» Jorge Luis Borges
I
Un amanecer memorable de principios de diciembre, Londres despertó en mitad de una helada niebla gris. Hay mañanas en las que esta reúne en la ciudad sus moléculas de carbono en apretados escuadrones, mientras, en las afueras, las esparce tenuemente; de tal modo que un tren matinal que se dirigiera al centro nos llevaría del crepúsculo a la oscuridad. Pero aquel día las maniobras del enemigo eran más monótonas. Desde Bow hasta Hammersmith se arrastraba un vapor bajo y apagado, como el fantasma de un suicida pobretón que hubiera heredado una fortuna inmediatamente después del acto fatal. Los barómetros y termómetros compartían simpáticamente su depresión, y su ánimo, si es que les quedaba alguno, estaba por los suelos. El frío cortaba como un cuchillo de muchas hojas.
La señora Drabdump, residente del número 11 de Glover Street, en el distrito de Bow, era una de las pocas personas en Londres a quienes la niebla no conseguía deprimir. Comenzó la jornada con su rutinaria apatía. Había sido de las primeras en darse cuenta de la llegada del enemigo, distinguiendo las hebras de niebla enrolladas en la oscuridad en el mismo momento en que subió la persiana del dormitorio y desveló el cuadro sombrío de la mañana de invierno. Supo que la niebla había venido, como poco, a pasar el día, y que la factura trimestral del gas iba a alcanzar un récord. También supo que esta circunstancia se debía a que había permitido que su nuevo huésped, el señor Arthur Constant, pagara la suma fija de un chelín semanal por el consumo de gas, en lugar de cobrarle una parte de la factura de toda la casa. Los meteorólogos habrían sido capaces de salvar del descrédito a su ciencia si hubieran podido contar con la factura del gas de la señora Drabdump antes de predecir el tiempo y dar como favorito «nieve» frente a «niebla». Y aunque era esta última la que estaba por todas partes, la señora Drabdump no se atribuyó ningún mérito por su presciencia. En realidad, no se concedía crédito por nada; seguía su camino tenazmente, luchando a lo largo de la vida como un nadador agotado que tratara de alcanzar el horizonte. El hecho de que las cosas siempre fueran tan mal como ella había previsto no la regocijaba en absoluto.