
Ficha técnica
Título: El general Ople y Lady Camper | Autor: George Meredith | Traducción: Pepa Linares | Posfacio: Virginia Woolf | Ilustración: Akira Kusaka | Editorial: Ardicia| ISBN: 978-84-941235-6-6P |Páginas: 120 | Precio: 15 euros
El general Ople y Lady Camper
George Meredith
Una pequeña localidad de la campiña inglesa servirá como telón de fondo al divertidísimo encuentro de la atípica y entrañable pareja formada por el general Ople, un militar retirado, y su excéntrica vecina, lady Camper. Las diferencias de clase, la reivindicación de los derechos de la mujer o la moderna y peculiar concepción del amor, algunos de los temas recurrentes en la narrativa de George Meredith, aparecen aquí con un ingenio y una ligereza que no siempre encontramos en sus novelas más extensas.
El general Ople y lady Camper (1890) es el relato más amable y entretenido de su autor. Valiéndose en todo momento de la comicidad, Meredith construye una especie de puesta en escena en la que se ridiculizan, con un fino sentido del humor, los convencionalismos y falsas virtudes de la sociedad victoriana: la hipocresía de los modales, ciertas actitudes masculinas, el esnobismo y la pedantería.
I
Una excursión más allá de los alrededores inmediatos de Londres, proyectada mucho antes de alquilar a tal efecto su coche tirado por un poni, de hecho, desde su retiro del servicio activo, condujo al general Ople, a través de un famoso paseo que lo enamoró en el acto, hasta una elegante carretera que bordeaba un parque y que en seguida le hizo cambiar de pasión; y desde allí, poco a poco, hasta un lugar situado a un tiro de piedra de la orilla del río, donde no solo tomó la decisión de invertir sus afectos, sino también la de establecerse de por vida.
Era, como puede verse, hombre de temperamento aventurero, aunque ya hubiera creído oportuno aflojarse el talabarte. No obstante, alquiló el coche con toda la intención de pasar revista más cómodamente a las filas de mansiones, casas de campo e, incluso, terrenos para edificar, no demasiado alejados de la dulce Londres: y como en el caso de Coelebs1, que cuando salió con la intención de buscarse una esposa no cabía duda de que volvería con ella al hogar, la circunstancia de que allí hubiera una casa en alquiler, en una situación bien aireada y a escasa distancia de su adorada metrópoli, bastó para disparar el entusiasmo del general. Se habría quedado con la primera que vio de no haber sido por su hija, que lo acompañaba y que, a la edad de dieciocho años, estaba a punto de hacerse cargo de la administración de la casa paterna.
La Fortuna, en la piel de la discreta guía de Elizabeth Ople, le condujo hasta la quintaesencia de las comodidades. La casa con la que dio el general solo podría describirse en el idioma de los subastadores; y durante la semana posterior a la adquisición, él mismo los imitó modestamente calificándola de «bijou». Con el tiempo, cuando su propia fantasía, estimulada por algo más que la mera satisfacción, se ejercitó en ello, encontró la feliz expresión «morada señorial»; pues era, según él mismo afirmaba, una pequeña finca. Había a la entrada un pabellón que recordaba dos garitas unidas a la fuerza, donde una pareja de ancianos se sentaba doblada en una de sus mitades y se tumbaba comprimida en la otra; un camino trasero que permitía descubrir los establos; una pequeña extensión de hierba que, ampliada, podría parecer una pradera; una tapia alrededor del huerto y una valla de madera que rodeaba el jardín. Todo fisgoneo del mundo exterior resultaba imposible. Comodidad, nobleza y fortificación hacían de aquel lugar el ideal de la casa inglesa.