Ficha técnica
Título: El fin | Autor: Soledad Puértolas | Editorial: Anagrama | Colección: Narrativas hispánicas | Páginas: 168 | ISBN 978-84-339-9794-4 | Precio: 14,90 euros | ebook: 9,99
El fin
Soledad Puértolas
En el cuento que da título a este nuevo volumen de relatos de Soledad Puértolas, una madre, tras contarle por teléfono a su hijo un incidente que le hace entrever la ancianidad, el descontrol de la vida, le dice: «Esto es el fin.» El hijo, un hombre casado, con hijos, en plena edad adulta, recién llegado a casa después de una larga jornada de trabajo, le responde: «¡Qué fin ni qué nada! Ha sido un incidente desagradable, sólo eso…» Cuelga el auricular y da un trago a su bebida. Pero la sensación de ese fin que ha percibido su madre se queda en el aire de la casa, mientras sus hijas duermen o quizá leen cuentos en su cuarto y su mujer deambula por alguna parte.
Esta sensación de estar al borde de un acabamiento, de algo que se trunca, que se interrumpe, que deja de existir, está muy presente en estos relatos. Como también a la vez, la impresión de que hay algo después de ese fin, no se sabe qué, porque en realidad no existe el fin, un fin es siempre otra cosa. En el cuento «Mesas», una mujer sale de su confinamiento sin imaginar qué le espera mientras recorre las calles, mientras huye. En «Lord», es el regreso a casa lo que puede dar paso a otro episodio en la vida de la protagonista. En «El Dandi», se rememora una relación amorosa muy breve que, pese a su corta duración, adquiere, en el recuerdo, una dimensión mucho más amplia, envolvente.
En su nueva entrega, Soledad Puértolas -una escritora tan excelente en el ámbito de las novelas como en el de los cuentos- hace hincapié en unos sentimientos y sensaciones que sin duda responden al espíritu de los tiempos, donde las catástrofes, los derrumbamientos, la precariedad de los equilibrios, están manifiestamente presentes y nos obligan a vivir con un alto grado de incertidumbre y desasosiego, y, a la vez, a buscar un diamante entre las sombras, un oasis en el desierto.
PELÍCULAS
Domingo por la noche. Recorro las calles recién regadas por el camión cisterna. Aún se oye su ruido, los chorros de agua cayendo sobre el asfalto. Busco un lugar donde refugiarme, un lugar que me retenga unas horas más fuera de casa, pero no encuentro ningún bar. Los que hay están cerrados. Los domingos cierran muchos bares. Ahora ya es lunes. Hace escasamente dos horas. No me gustaban los lunes cuando trabajaba en una oficina, pero ahora ¿qué más me da un día que otro? Aunque los días no son iguales entre ellos, nunca lo son, cada día es distinto, imprevisible. Si fueran iguales, me sentiría más tranquilo, pero nunca sabes cómo va a ser el día que viene.
Nunca lo sabes, y por eso prefiero quedarme un poco más fuera de casa, para que el día que viene retrase la llegada. Mientras estoy en la calle, aún es el día de ayer, aún es domingo aunque en realidad sea ya lunes.
Al fin, encuentro un bar abierto, un antro alargado y estrecho con olor a kebab. Sólo está el dueño, un hombre muy serio, concentrado en la tarea de limpiar el pincho del kebab. Le pregunto si me puede servir una copa. Se encoge de hombros. Finalmente, me sirve un gin-tónic.
Aparece otro hombre. Cuando vuelvo del servicio, lo veo. No sé de dónde ha salido, no sé si ha entrado por la puerta del bar o por una puerta secreta, invisible para mí. Hablan en un idioma que imagino es turco. Hablan y me echan ojeadas de vez en cuando.
Me pregunto si no me habré metido en territorio hostil.
Fuman, beben cerveza. Pago y me voy. No pasan taxis por aquí. Tampoco tengo dinero. Siento que alguien me sigue, una sombra, un rumor a unos pasos por detrás de mí. Oigo un susurro muy tenue, una especie de tonadilla. Pero a lo mejor está dentro de mi cabeza. Era la música que sonaba en el bar.
Con la tonadilla dentro de mí, con esa sombra a mis espaldas, llego hasta mi casa. Ante el portal cerrado, siempre me pregunto lo mismo, ¿tendré las llaves? Las tengo.
Oigo un ruido. Me parece que proviene del rincón.
Ya no es la sombra que me persigue ni el eco de la música del bar. Todo eso se ha quedado fuera, en la calle. Esto es otra cosa. Un ruido como un gemido.
Un ruido humano.
-¿Hay alguien ahí?, ¿quién es? -pregunto, alzando la voz.
Al ruido le cuesta articularse, expresarse con palabras.
Busco a tientas el interruptor de la luz. El zaguán queda iluminado, aunque la luz es débil y tiembla un poco, como si la bombilla estuviera a punto de fundirse.
Me acerco con precaución al bulto que gime y se mueve.
-¿Qué hace aquí?, ¿qué le ha pasado? -pregunto.
Es una mujer. Está agachada, arrebujada en su abrigo, despeinada.
-¿Qué le ha pasado? -repito.
-No lo sé -balbucea.
-Pero algo le ha tenido que pasar.
-Tengo un dolor aquí -dice, con las manos sobre el abdomen, como sujetándolo.
-¿Vive en la casa?, ¿en qué piso? Habrá que llamar a un médico. ¿Puede ponerse en pie? Venga, la acompaño a su piso.
-¿Quién es usted? -pregunta, temblorosa, la mujer-.¿Cómo sé que puedo fiarme de usted?
-Pues quédese aquí -le digo-. Mire, yo vivo en el quinto. Quédese aquí si quiere mientras voy a avisar a su familia.
-No tengo familia en la casa.
-¿No vive aquí?
-No he dicho eso.
La mujer habla ahora con más calma. Parece algo recuperada.