Ficha técnica
Título: El aldeano de París | Autor: Louir Aragon | Traducción: Vanesa García Cazorla | Editorial: errata naturae | Colección: El Pasaje de los Panoramas | Medidas: 14 X 21,5 cm | Páginas: 264 | ISBN: 978-84-16544-12-7978-84-16544-12-7 | Fecha publicación: febrero /2016 | Precio: 19,50 euros
El aldeano de París
Louir Aragon
Un sentimiento y una mirada inédita al paisaje parisino se dan cita en este libro mítico de la Modernidad. Como un «aldeano» recién llegado a la gran metrópoli, con los ojos abiertos de par en par, Aragon nos enseñó a mirar de un modo nuevo, ¡ya en 1926!, los escaparates, los pasajes, los parques, los recortes de periódico. Aragon elevó a la categoría de fetiches los urinarios, el misterio de los jardines, los carteles encolados en fachadas y muretes. La luz moderna de lo insólito -los bustos de cera de las peluquerías convertidos en esculturas de belleza convulsa- se cuela por todas las esquinas en estas páginas fascinantes, y paseamos junto a su autor, como lo hiciera el propio Walter Benjamin, excitados y ansiosos por descubrir al fin la esencia de la ciudad contemporánea.
«Modernidad. Esta palabra se funde en la boca antes incluso de ser pronunciada. Sucede lo mismo con todo el vocabulario relativo a la vida, el cual no expresa un estado, sino el cambio. Recuerdo una escalofriante figura de cera en una peluquería, con sus brazos cruzados sobre el pecho y el cabello desgreñado bañando su ondulado permanente en el agua de una copa de cristal. Me viene a la memoria una tienda de pieles. Recuerdo la mímica extraña del electroscopio de hojas doradas. ¡Oh, sombreros de copa, durante una semana habéis tenido para mí el negro aspecto de un signo de interrogación!».
Un libro fundamental de la literatura francesa, un retrato indispensable del París de la primera mitad del siglo xx, de algunos de sus personajes y, sobre todo, de sus lugares ya míticos.
PREFACIO A UNA MITOLOGÍA MODERNA
Parece como si, hoy en día, toda idea hubiera superado su fase crítica. Bien sabido es que las nociones abstractas del hombre se han ido agotando paulatinamente con el examen general que han sufrido, que la luz humana se ha filtrado por doquier y que así nada ha escapado a ese proceso universal, susceptible, todo lo más, de ser sometido a revisión. Así, observamos cómo todos los filósofos del mundo se muestran incapaces de afrontar el menor problema sin antes obstinarse en recapitular y refutar todo cuanto de ello hayan dicho sus predecesores. Ni siquiera de ese modo piensan nada que no responda a un error anterior, que no se fundamente en él, que no participe en él. Curioso método extrañamente negador: diríase que tienen miedo del genio, incluso en el terreno donde sólo deberían imponerse el genio, la pura invención y la revelación. Es como si aquellos que hicieron del pensamiento su feudo hubieran tomado, de forma pasajera, conciencia de la insuficiencia de medios dialécticos y de su ineficacia en la vía hacia toda certeza. Pero esta conciencia no les ha empujado sino a discutir acerca de los medios dialécticos, en lugar de hacerlo sobre la propia dialéctica, y menos aún les ha llevado a discutir sobre su objeto, la verdad. O si, de milagro, se han ocupado de ella, ha sido porque la consideran como un objetivo, y no por sí misma. Todos querían unirse al debate acerca de la objetividad de la certeza; mas a nadie se le ocurrió pensar en la realidad de la certeza.
Las características de la certeza varían conforme a los sistemas personales de los filósofos, yendo de la certeza común al escepticismo ideal de algunos que vacilan. Pero por más que la reduzcamos, por ejemplo a la conciencia del ser, la certeza se presenta ante cuantos la escrutan con características propias y definibles que permiten distinguirla del error. La certeza es realidad. De esta creencia fundamental procede el éxito de la famosa doctrina cartesiana de la evidencia.
Todavía no hemos terminado de descubrir los estragos de esta ilusión. Pareciera que, para la evolución del espíritu, nada jamás ha constituido un escollo tan difícil de evitar como ese sofisma de la evidencia que favorecía una de las formas de pensar más predominantes de los hombres. La encontramos en la base de toda lógica. En ella se resuelve toda prueba que el hombre se ofrece de una proposición que él enuncia. El hombre hace sus deducciones recurriendo a ella; y recurriendo a ella saca sus conclusiones. Y así es cómo ha construido una verdad cambiante y siempre evidente, acerca de la cual en vano se pregunta por qué no consigue satisfacerle.
Ahora bien, existe un reino negro que los ojos del hombre evitan, porque ese paisaje no es un regalo para sus ojos. Esa sombra, de la cual pretende prescindir para describir la luz, es el error con sus características ignotas, un error que sólo brindaría la indudable prueba de la fugitiva realidad a quien lo considerara en sí mismo. Pero ¿quién ignora que el rostro del error y el de la verdad podrían no tener rasgos diferentes? El error se acompaña de la certeza. La evidencia se impone a través del error. Y todo cuanto se dice de la verdad podría asimismo decirse del error: así no nos volveremos a equivocar. No habría error sin la idea misma de la evidencia. Sin ella, jamás repararíamos en el error.