
Ficha técnica
Título: Despedida que no cesa | Autor: Wolfgang Hermann | Traducción: Richard Gross | Editorial: Periférica | Colección: Largo Recorrido | Páginas: 112 | ISBN: 978-84-16291-38-0 | Fecha: octubre 2016 | Precio: 14,50 euros
Despedida que no cesa
Wolfgang Hermann
Una mañana de invierno, el hijo adolescente de Wolfgang Hermann apareció muerto, inesperadamente, en la cama. Este acontecimiento distorsionó toda la vida del autor, el padre, aislándolo de la vida exterior y sumiéndolo en un frío intenso y doloroso. Hermann no pudo escribir sobre aquella terrible pérdida hasta pasados más de diez años… El fruto fueron estas hermosas y estremecedoras páginas. Que no sólo narran aquella experiencia, sino también el proceso de «resurrección» que tuvo que afrontar el propio autor para sobrevivir al dolor, para hacer que la vida volviera a ser, al menos, soportable.
«Por el altiplano, encima del lago de la montaña, caminaban de noche un hombre y su hijo adolescente. La luna relucía detrás del bosque, algunos rayos calaban la espesura de troncos y jugaban en sus rostros. Hablaban poco. Sus voces se deslizaban suavemente a ras de la grava del camino y se fundían con el rugido del torrente al que se iban acercando. Parecía que aquel bosque giraba con ellos, mientras la luna seguía sus huellas como si no quisiera perderlos. Daban muy seguros sus pasos y estaban muy cerca el uno del otro bajo la quieta iridiscencia del astro. Y la querencia del padre por el altiplano se trasladaba profundamente al hijo. Fabius y yo éramos aquel altiplano. Cuando el mundo aún existía.»
«Wolfgang Hermann somete su escritura a una estrecha observación a la vez que demuestra una vez más su sensibilidad.» Christina Walker, Wiener Zeitung
«Un libro valiente.» Gerhard Zeillinger, Die Presse.
I
El jardín despedía una luz singular, como si cada hoja brillara desde dentro. En los arbustos y las copas de los árboles se abrían espacios, ocultos a lo largo del verano. Sobre el paisaje se extendía una lentitud, una vacilación, como si la vida toda fuera consciente de su debilidad. Una vez rota, la luz del verano no volvía. Ascendía, se elevaba, relumbraba una vez más con toda la fuerza venida como de los confines boreales, para luego replegarse de la tierra y ceder su lugar a la grisalla de noviembre. Bajo la luz de noviembre las cosas se opacaban, perdían su perfil, se preparaban para un largo exilio interior que vivía, durante un tiempo, desde el recuerdo de la luz del verano.
Las personas tenían un paso distinto, de algún modo más sabedor, más cauto. Como si sus cuerpos supieran más que ellos.
La luz menguante también hacía que la vida en mis adentros se volviera más silenciosa. En las primeras semanas, antes de habituarme a la llegada del invierno, me embargaba la desorientación; no sabía a qué apelar ni qué hacer para no perder de vista mi propio yo. Por otra parte, con la gris negrura de noviembre renacía en mí algo de aquel placer de la niñez experimentado en los tempranos anocheceres de invierno.