
Ficha técnica
Título: Cuentos de las orillas del Rin | Autores: Émile Erckmann y Alexandre Chatrian | Editorial: Reino de Redonda | Traducción: Mercedes López Ballesteros | ISBN: 978-84-9333656-8-8 | Publicación: diciembre de 2009
Cuentos de las orillas del Rin
Émile Erckmann y Alexandre Chatrian
«En los veranos de mi infancia, transcurridos en su mayoría en la pequeña y fría ciudad de Soria, pasaba yo muchas tardes en la casa de unos amigos de mis padres, acogedora y agradable. Entre los muchos libros que leí en ese piso, uno de los que más me gustó fue Cuentos de las orillas del Rin. Durante décadas, lo único que he recordado de ellos ha sido mi disfrute de aquella época y el miedo que me daba uno de los relatos. Es fácil imaginar que las dos cosas iban unidas, pues a pocas sensaciones se resisten menos los niños que a la del temor ficticio.
Erckmann y Chatrian sólo son recordados hoy por sus cuentos más macabros, que despertaron la admiración de dos de los mayores maestros del género, M R James y H P Lovecraft. Tras leer este conjunto, sin embargo, uno tiene la sensación de haber visitado un lugar de ensueño en el que desearía pasar parte del año, y siente añoranza de esas modestas ciudades (mitad reales, mitad fabuladas) dominadas por la presencia del río, llenas de tabernas, fortalezas e iglesias que van soltando sus campanadas, de grandes bebedores y de fumadores de pipa, con profesores de metafísica, científicos aficionados, pintores sublimes, bodegueros, músicos, burgomaestres y militares, judíos encubiertos, libreros, médicos estrafalarios, nobles, campesinos y enestrales, hoteleros y criados, mozas desdichadas, cocheros y no pocos animales: el gallo, el cuervo, el gato, el caballo.»
De la Nota previa de Javier Marías
Nota de previa
Supongo que la casi única razón para dar este libro a la imprenta es de tipo autobiográfico y tiene que ver con el deseo de ser agradecido y el afán por saldar viejas deudas literarias. En los veranos de mi infancia, transcurridos en su mayoría en la pequeña y fría ciudad de Soria, pasaba yo muchas tardes en la casa de unos amigos de mis padres: Don Heliodoro Carpintero, sus hermanas solteras Carmen y Mercedes y su hijo Helio, que me llevaba doce años. Don Heliodoro era viudo desde joven, inspector de escuelas «desterrado» a la nieve invernal por republicano, fumaba en pipa con gran parsimonia, era cariñosamente zumbón y, como he contado en algún artículo, una de las personas más amables y encantadoras que he conocido.
Su casa era acogedora y agradable (mucho más que la que ocupaba mi familia), con un mirador y balcones al delicioso parque de la ciudad, conocido como la Dehesa, y tenía una biblioteca bastante buena. Como los veraneos duraban por entonces casi tres meses, y el de septiembre con frecuencia era fresco y lluvioso, muchas tardes que no invitaban a pasear ni a jugar me aprovechaba de su hospitalidad y saqueaba sus estanterías. La única condición que nos ponía a mis hermanos y a mí, a la hora de dejarnos alguno de sus volúmenes, era que los forrásemos durante la lectura, con un recio papel marrón claro que él mismo nos proporcionaba.