Ficha técnica
Título: Crónicas de la Primera Guerra Mundial | Autor: Ruyard Kipling | Prólogo: Ignacio Peyró | Traducido: Amelia Pérez de Villar | Editorial: Fórcola | Colección: Siglo XX, 9 | Páginas: 136 | Dimensiones: 13 x 21 cm. | ISBN: 978-84-16247-70-7 | Fecha: septiembre 2016 | Precio: 16,50 euros
Crónicas de la Primera Guerra Mundial
Rudyard Kipling
La Gran Guerra nació para terminar con todas las guerras, pero pronto supuso para Gran Bretaña una experiencia de la muerte y del sacrificio de toda una generación de británicos, que no tardaría en mover los resortes de la incredulidad y el desaliento. Para combatirlos y a instancias del Buró de Propaganda de Guerra, Rudyard Kipling, de acuerdo con ese «sentido de la responsabilidad» que vertebró siempre su presencia pública, se comprometió en la lucha en defensa del Reino Unido, los aliados y el Imperio en pro de la Humanidad, frente a un enemigo alemán «separado ya de la hermandad de los hombres». El escritor destinó los recursos de su talento y de su fama a apuntalar la moral en el frente doméstico; y en paralelo, el Gobierno británico tampoco dudó en solicitar su concurso para influir sobre las opiniones públicas del mundo, las de los países neutrales, y muy especialmente la de Estados Unidos.
Tanto Francia en guerra (1915) como La guerra en las montañas (1917), sus crónicas publicadas por entregas en el Daily Telegraph y en la prensa norteamericana, responden con obediencia al propósito de la Administración británica, y comparten el mismo fondo: la visión del campo de batalla como «la frontera de la civilización» que separa a «alemanes y seres humanos». La efectividad del celo propagandístico de Kipling fue indiscutible, aunque no deja de suscitar importantes interrogantes de fondo sobre las relaciones entre literatura y propaganda.
De esta manera, Kipling no sólo cosifica y demoniza al enemigo común, alentando el odio, sino que subraya la altura histórica de la misión conjunta de los Aliados, erradicar a «los bárbaros», y su obligada unidad ante una Alemania «que nos ha enseñado lo que es el Mal». Para Ignacio Peyró, en estas páginas se nos revela en toda su soltura, dueño de una economía de palabras tan milagrosa como hábil para mover los corazones, y aquí vertida con todo tino al español gracias a los buenos oficios de Amelia Pérez de Villar.
PRÓLOGO
Nunca volverá tanta inocencia.
Rudyard Kipling, literatura y propaganda en la Gran Guerra
Ignacio Peyró
Toda la pompa del ayer
Investido de nuevo Talleyrand, en algún momento de su edad provecta, el primer ministro Harold Macmillan dictaminó que quien no había conocido el mundo anterior a la Gran Guerra -simplemente- no había conocido la dulzura de vivir. Tal vez Macmillan fuera un hombre menos original que cultivado, pero el verano de 1914 -uno de los más hermosos de la historia de Inglaterra- parece darle la razón. Nos es fácil imaginarlo todavía: un tiempo manso y suave, entre casas de campo con praderas infinitas, regatas en Cowes, el brillo acharolado de las fiestas nocturnas y una sucesión de fresas y champán. El último fulgor de la Inglaterra eduardiana. De hecho, aquel verano del catorce aún sangraría en la memoria de tantos muchachos que, desde el barro de Passchendaele o las trincheras del Somme, iban a cifrar en él la sugestión y la pérdida de la Inglaterra arcádica, añorada como el hogar primordial. En realidad, fue un verano de tanta excepción que Lloyd George tuvo muy a la mano el símil para declarar, ante las altas jerarquías de la City, que el cielo nunca había sido de un azul más perfecto en materia de asuntos exteriores. Apenas tres semanas después de sus palabras, comenzaba una guerra para la que no se iba a encontrar nombre más adecuado que «Gran Guerra».
Lloyd George no gozó, en verdad, de un día profético. Pero quizá vaya en su descargo aducir que distaba de ser el único en disfrutar de una realidad en apariencia halagüeña. Entre los estrenos de Caruso y los expresos de Larbaud, podía concebirse que Norman Angell argumentara -La gran ilusión, 1910- que el tiempo del militarismo había pasado. Y, sin duda, forma parte del acervo de las desilusiones humanas que la Primera Guerra Mundial estallase en una cota nunca vista de optimismo histórico. Así lo iba a reconocer un atribulado Henry James, al lamentar que la contienda diese al traste «con la larga edad en la que hemos supuesto que el mundo mejoraba gradualmente». Y así, con palabras de justa fama, también lo iba a reconocer, continente adentro, Stefan Zweig, para quien creer en una guerra entre naciones europeas era como creer «en brujas y fantasmas». Al fin y al cabo, la vieja Europa «nunca había sido más fuerte, más rica ni más hermosa». «Never such innocence again», lamentaría Larkin mucho después, como quien lamenta el adiós al «mundo de ayer» o contempla la espada de llamas que cierra el Paraíso.