Ficha técnica
Título: Capri | Autor: Alberto Savinio | Posfacio de: Raffaele La Capria | Traductor: Francesc Miravitlles | Editorial: Minúscula | Colección: Paisajes narrados, 27 | Precio: 11 € | Páginas: 87 | Formato: 12 x16,5 cm | Género: Ensayo | ISBN: 978-84-95587-43-5
Capri
Alberto Savinio
«Siempre he pensado -afirma Raffaele La Capria en el posfacio incluido en este volumen- que Capri era un tema imposible, un tema que escritores y artistas harían bien en evitar, porque hay algo demasiado vigoroso e imponente en la naturaleza de esta isla, algo que hechiza y convierte en ridículo e inadecuado cualquier intento de captar su magia. Pero al leer estas páginas sobre Capri escritas por Savinio en 1926, felizmente halladas entre sus papeles, he tenido que cambiar de idea. ¡Qué librito embriagador ha salido de ellas! ¡Cómo resplandece de «vibrante fulgor» su estilo, qué «variedad de luz» ilumina cada línea, y cómo rivalizan con los de la isla los colores de las imágenes y de las palabras, hasta alcanzar la misma e irrepetible transparencia! Por una vez, Capri ha encontrado a un escritor a la altura de su mito.»
Arribada
Al grito de «¡tierra, tierra!» lanzado por el hombre que vigila en lo alto de la cofa del palo mayor, responde el formidable ¡hurra! de la tripulación. Todos se precipitan, se agolpan en el castillo de proa y, asomándose por encima de las batayolas, clavan sus ojos ávidos en el fantasma de esa isla que surge, confuso y lejano, del corazón del infecundo mar. Dos gaviotas, mensajeras de tierra cercana, sobrevuelan nuestro barco.
Estoy a punto de llegar a un momento crucial de mi vida. Mi destino está en juego. Por algunas palabras captadas durante la larga, terrible travesía, me ha quedado claro que el capitán de los corsarios (esos corsarios que, no recuerdo exactamente si unas horas, unos días o unos meses antes, me raptaron de la laboriosa quietud de mi estudio) ha decidido desembarcarme en la primera isla desierta que se interpusiera en el rumbo del barco pirata.
Dicha decisión, evidentemente, ese despiadado sarraceno la ha tomado de común acuerdo con el menudo y cruel adjudicatario de la buvette de a bordo, quien durante toda la travesía no había hecho más que torturarme continua y despiadadamente ofreciéndome, en cerrado dialecto napolitano, vermús, cafés, gaseosas, chocolate y galletas.
¿Esta es, pues, la isla de mi destino? ¿Esta es la tierra en que la suerte adversa me condena a consumir el resto de mis míseros días?
Clavo también yo la mirada en el perfil aún impreciso de la isla solitaria, en las cimas de sus montes que se alzan en el sereno cielo de la tarde de abril.
Una blanca, dulce nube forma un anillo en torno a la cumbre del monte más alto. Los cabos extremos de la isla cortan las olas como espolones de nave. Pero ¿somos realmente nosotros los que vamos hacia la isla, o bien es la isla la que, rotas sus anclas de granito, se dirige hacia nosotros? En medio, entre el monte más alto que surge a la derecha y aquellos menores que formando una triple cumbre se alzan a la izquierda, la isla cede y se comba dulcemente. Un gris, férreo arnés de peñascos altísimos ciñe los costados de la isla ignota, contra los cuales las olas rompen y se encrespan espumosas, salvo en medio, donde el mar, más apacible, penetra en un dulce arco a lamer la playa.