
'El patio' de Thomas Korsgaard (Random House, 2025)
Marta Rebón
Algunas veces el condicional es la única tabla de salvación, el último reducto de la esperanza, el frágil sostén de toda una infancia. Si por aquí pasara un ser humano es la traducción literal del título de la primera parte de una trilogía del danés Thomas Korsgaard (Viborg, 1995). Es un enunciado que no promete amparo, pero deja abierto un resquicio para el que Tue, su protagonista, se pregunte si un día alguien descubrirá su soledad.
En la traducción española, ese susurro se convierte en El patio. Ya no hablamos de una posibilidad, sino de un lugar real, casi brutal. El espacio donde se pudre todo lo que la familia de Tue desecha y no quiere ver: ratas partidas en dos a palazos, perros atropellados, restos de terneros muertos por pulmonía. Entre la esperanza de que algo cambie -o de que un extraño traiga algo de humanidad- y el peso de la realidad brega esta novela.
Estamos en los márgenes de Dinamarca, en un «arrabal de la oscuridad» llamado Nørre Ørum, un «agujero» en el mapa detrás de Skive, la ciudad más cercana. «No creo que a nadie le haga ningún bien pasar allí mucho tiempo», reflexiona Tue, que todavía no ha cumplido los dieciséis. Hay demasiada muerte alrededor. Y, lo peor, la pena no parece mitigarse, salir de los corazones de sus habitantes, sino que se enquista en un silencio sin lágrimas.
En el periódico local, hay más páginas de esquelas que de noticias Podemos situar la historia a finales de los años noventa y, más bien, a principios de los dos mil. Hay juego online, telefonía móvil y CDs piratas, aunque Korsgaard nunca se molesta en precisar fechas. Pero sí queda claro que asistimos al final de un modelo rural, antes de que las macrogranjas y la deslocalización discriminara a los pequeños granjeros y convirtieran las explotaciones tradicionales en un páramo de deudas y bancarrotas.
Un mar de inercias tóxicas
Cuando se incendia uno de los mataderos, se cuenta, se prefiere trasladar la producción a Polonia que levantar uno nuevo. Tue vive en una de esas granjas que se cae a pedazos, con unos padres que no saben amar sin condiciones. Lonny, la madre, bascula entre la depresión y la adicción a los casinos en línea. Tiene una voz agradable, pero rara vez la usa para preguntar a sus hijos si tienen frío o miedo, y su decadencia física, que expone por la casa en ropa interior, avanza con cada página: «Mi madre tenía la cara hinchada (…) Como si la fatiga que debería haber desaparecido con el sueño se le acumulara en las mejillas».
El padre, Lars, cultiva una violencia cortante, casi rutinaria. A Tue le enseña a callar, a sostener una pala, a robar cables de cobre si es preciso, a beber café y otras lecciones de vida («No puedes ir por la vida tragándote toda la mierda que te echen, si no te aplastarán»). La abuela materna Ruth es el único rayo de ternura («Yo sabía que me quería con todo su corazón. En las paredes solo había fotos mías») y su fallecimiento supondrá la estocada final a su frágil red afectiva y el derrumbe emocional de la hija. El resto de secundarios -el tío Chresten, una figura que tensa al padre de Tue por su intervencionismo u O.J., el abuelo político, una mezcla de testarudez, vulnerabilidad y pragmatismo- orbitan a su alrededor, demasiado ocupados en sobrevivir como para salir al rescate de nadie.
Si Tue se abre camino en este mar de inercias tóxicas, estancamiento, pobreza y violencia es, en parte, por su capacidad de disociación que le permite, como narrador, ver(se), como quien mira su propio cuerpo desde la otra orilla. Su voz combina cercanía y distancia, como si al describir su microcosmos estuviera creando una habitación propia donde poder respirar.
El patio se compone de un mosaico de viñetas, momentos cotidianos hilvanados por una misma mirada prospectiva. No hay un clímax ni un giro que lo redima todo. Como diría Sontag, el estilo es más que una técnica: es una forma de insistir en una percepción del mundo. Lo primero que sabemos de Tue es que fantasea con la muerte. Imagina que entierran a su padre. «Diré unas palabras. No muchas. Se lo merece», piensa.
Y ese hilo de pensamientos lo lleva a recordar que las deudas seguirían allí y, como herencia, le quedaría «una granja abandonada, los peros locos, un calefactor eléctrico para los días más fríos del invierno, una partida de baldosas viejas, el pie de un árbol de Navidad sin estrenar, tres congeladores, un mono azul, una nevera americana que consiguió en un truque y unos calzoncillos largos».
Derrota, desamor, podredumbre
Otras muertes irán puntuando su existencia, como la de la abuela materna, la hermana que nace muerta o la de animales. Todo huele a derrota, a sumisión ante el destino, a impagos. La escuela no es refugio, solo otra forma de exhibir una vergüenza asentada en las entrañas: Tue es el payaso de la clase, pierde el tiempo y distrae a los demás. Es impulsivo y peca de falta de control, una forma de lidiar con los problemas en casa, que pronto se solapan con el despertar sexual y una primera experiencia homoerótica.
Aquí, la forma es el ambiente: fragmentos sueltos, frases sin adornos, imágenes duras como piedra. La fragmentación tiene su precio: algunos pasajes se repiten, la monotonía del campo se filtra en la lectura. Hay escenas que podrían intercambiarse sin alterar la atmósfera. ¿Es parte del efecto buscado? Probablemente. La vida de Tue no avanza: se pudre a la vista, como los animales que nadie entierra del todo.
Y la familia no es un refugio, sino una amenaza: lo que debería protegerlo es también lo que coacciona su derecho a existir. Los perros se multiplican mientras la comida escasea; los cadáveres de animales se apilan mientras los vivos apenas respiran. Esa acumulación de podredumbre se vuelve un idioma secreto: Tue hereda no solo una granja hipotecada, sino un patio mental donde todo lo muerto se queda. No hay buenos ni malos: hay un entorno que devora todo afecto. Lo que más hiere no es la falta de dinero, sino la imposibilidad de querer y ser querido sin sentirse un estorbo.
Pero lo que eleva esta novela por encima del realismo rural es la forma en que deja entrever -sin nombrarlo nunca del todo- el deseo. Tue es un niño que no encaja en la masculinidad que lo rodea. No sabe ponerle nombre, pero intuye que algo de lo que siente, mira o fantasea no cabe en ese mundo de palas, puñetazos y silencios. Tue aún no se va, pero ya sabe que un día tendrá que huir para hinchar los pulmones libremente.