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Elogio de la página

Por 10 de junio de 2025 Sin comentarios

Josep Massot

Leer es la única actividad en la que uno puede parecer inteligente sólo con mover los ojos, pero cuidado con el scroll. Empiezas asomándote por la ventana para ver si llueve, y de repente llevas tres horas viendo cómo un tipo de Nebraska reconstruye un castillo medieval con colmillos de caimán. El scroll no tiene fin, pero tampoco principio, como la conversación de un necio. Es una cinta de Moebius diseñada por un community manager con insomnio. No lees, pasas, bajas, deslizas, y de pronto es lunes.

La web robó la palabra «página», pero la vació de su forma original. La página de la que hablo, en formato impreso o su mímesis digital, empieza donde empieza y termina donde termina, sin que salten bandadas de pop-up y banners. La página no grita, no te bombardea con vídeos de gatos rusos tocando el piano, ni te enseña a consumir sin saciarte. Te mira. Espera. Propone, no arrastra. Tiene su arquitectura, una geometría de pentagrama, música leída.

El scroll es una espiral que se acelera sola, una rueda de hámster en llamas, movido por la incesante novedad y la fugacidad del clic. La novedad borra lo anterior con la urgencia de quien abre la nevera a las tres de la madrugada buscando respuestas. La página es otra cosa. Es un pasaje secreto en una casa que ya creías conocer.

«La gente ya no lee páginas», dicen. Dicen que el texto debe fluir, que hay que enganchar al lector en los tres primeros segundos, que la atención dura lo que un bostezo. Hay páginas en las que algo  ocurre y páginas en las que nada ocurre, pero incluso la más infame página de papel tiene cuerpo, anverso y reverso, pesa, vuela en forma de avión, envuelve objetos, limpia vidrios, protege fragilidades, enciende fuegos. No consume, permanece por sí misma. Existe incluso cuando no la miras.

Si la página es de un libro de papel, sujétala con respeto. Es un felino que finge dormir. Si la doblas con desdén, podría vengarse. A veces las páginas se repliegan sobre sí mismas y no vuelven a abrirse nunca igual. Hay páginas que se cierran como párpados y después sueñan con otro lector.

Sitúa tus ojos en la parte superior izquierda, como quien se dispone a cruzar una frontera. No saltes párrafos. La página lo sabrá. No pretendas leerla como si sólo ojearas un titular. Esto es diferente. La página exige atención. Avanza línea a línea como quien desactiva una bomba o baja una escalera de caracol, conteniendo el vértigo. Si tropiezas, vuelve. Si lloras, ya sabes que sólo el loco ríe a solas. Si ríes, ya sabes que ser feliz no requiere testigos. Estás viajando sin moverte, leyendo sin huir, viviendo algo que sabemos que se acaba, como nosotros algún día, creyendo que tal vez dejará una estela.

Al llegar al final de todas las páginas, no sucumbas al pánico. No hay emoticonos de aplauso, ni «contenido relacionado», ni «quizás también te guste». Hay silencio. Y si te ha cambiado, conmovido o dado placer, cerrarás el libro como quien apaga una vela.

 

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Josep Massot

Josep Massot nació en Palma en 1956. Tras estudiar Derecho en Barcelona, fue uno de los miembros fundadores en 1983 del diario El Día de Baleares. Desde 1987 trabajó en La Vanguardia, abandonando la información política para dedicarse al periodismo cultural, entendiendo la cultura en su sentido más amplio, no sólo la conexión de la literatura, pensamiento, cine, música y artes visuales y escénicas, sino también como herramienta crítica para interpretar la realidad del momento. Es autor de Joan Miró: El niño que hablaba con los árboles (Galaxia Gutenberg, 2018) y Joan Miró sota el franquisme, en la misma editorial (2021). También editó, con Ignacio Vidal-Folch, Jules Renard. Diario 1887-1990 (Random House Mondadori, 1998). Ha colaborado, entre otros, en las revistas Diagonal, L'Avenç y Magazine Littéraire y actualmente con el diario El País y JotDown.

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