Jorge Eduardo Benavides
Hace no mucho, durante la grabación de un programa cultural para la televisión, uno de los escritores invitados -joven, inteligente, bastante bueno, además- respondía a la pregunta del entrevistador (otro escritor, este con muchas tablas y muchos libros) sobre por qué escribía y publicaba. Sus motivos, dijo, tenían que ver con la vanidad. Era vanidoso, insistió, y por eso publicaba. Se encogió imperceptiblemente de hombros, vaya pregunta, parecía decir. Ninguno de los presente dijo nada y tengo la impresión de que el hecho de que alguien admita que es vanidoso (como si fuera una virtud, algo de lo que ufanarse) parece ser moneda corriente entre los colegas de este oficio.
No es la primera vez que escucho esta aseveración, de manera que no me extrañé mucho yo tampoco, pero creo que más por cansancio que por otra cosa: ya me acostumbré a que cada cierto tiempo aparezca algún escritor y diga sin rubor ninguno que es vanidoso y que además ese es un atributo esencial para ser escritor. Será que más allá de su envoltorio provocativo, la frase dice una verdad exacta acerca de lo que los motiva a ciertos escritores. ¿A qué negar que uno es vanidoso?, parecen decir con su actitud, dejémonos de tonterías, si todos sabemos que los escritores somos vanidosos, insisten sin complejos. Disiento completamente de ello: no creo que la vanidad sea más ni mejor motor que exclusivamente para robustecer la estupidez. Y la estupidez abarca innumerables campos: se puede ser vanidoso -es decir fatuo- en cualquier área de la vida, con idénticos desastrosos resultados existenciales, para solaz de los enemigos y vergüenza ajena de los que nos quieren. Pero al parecer el campo de la literatura es terreno feraz para asumir la vanidad no como una vergonzante excrescencia del carácter sino como una virtud o una condicio sine qua non para escribir bien. Como si por el hecho de creerme un genio no sea necesario nada más para lograrlo. ¿Es así? La verdad, no lo creo. Es cierto que resulta difícil ser un buen escritor si, entre otras muchas cosas, uno no tiene suficiente confianza en sí mismo, no tanto en el valor de lo que hace como en la posibilidad de que ello tenga valor, porque la confianza tiene además una contrapartida saludable que es la duda razonable acerca del valor estético de mi trabajo. Por ello prefiero a los escritores ambiciosos: aquellos que no se conforman y recelan de sus textos primeros, que corrigen, borran, vuelven a escribir, pero que además aceptan que, para ser mejores, hay que asumir que siempre se puede mejorar, que están muy lejos de ser buenos, todo lo bueno que sólo un escritor ambicioso sabe que puede ser. Un escritor ambicioso sabe que su tiempo y su trabajo son valiosos y por lo tanto procura no perder el primero en fatuidades: siempre duda sobre lo que hace, porque sabe que puede hacerlo mejor. Frente a este hecho, para él incontrovertible, la vanidad es una insensatez tan grande que podría dividirse en provincias…