Jorge Eduardo Benavides
Cuando me preguntan -a veces hay impertinentes así- si vivo de la literatura, siempre digo que sí. Y no miento, aunque matizo: «pero no de la mía». Salvo casos contados, no conozco a ningún escritor que viva exclusivamente de sus libros. Es cierto que estos, en algunos momentos, pueden representar una cierta entrada económica, un alivio o un aliciente, pero casi nunca es el grueso del dinero que necesita para vivir -incluso modestamente- un escritor. Por eso un buen número de colegas son profesores, agentes culturales, abogados, diplomáticos, técnicos administrativos y vendedores de electrodomésticos. Algunos como yo, tenemos la inmensa fortuna de dedicarnos siempre a la literatura y hemos conseguido que este sea un medio de vida: los talleres literarios, las asesorías y correcciones de novelas, los artículos para periódicos y revistas, las conferencias y charlas… todo permite generar dinero suficiente para dedicarse a escribir. Qué duda cabe, me siento un privilegiado. Lo que ocurre, como casi siempre, es que todas esas labores, a poco que uno se descuide, terminan por quitarle el tiempo que supuestamente uno se ha ganado evitando un trabajo oficinesco y de horario inflexible. Ahora mismo, en la Biblioteca Nacional donde acudo a escribir todos los días, me encuentro con que varias horas se me han ido componiendo un par de artículos, corrigiendo tres o cuatro cuentos de mi taller presencial y redactando estas notas que tienen un poco de advertencia e ironía, claro.
Pero los escritores que ganan lo suficiente para vivir incluso con mucha holgura, se pasan la vida buscando tiempo para escribir, pues ellos también tienen sus compromisos y obligaciones: charlas y conferencias, artículos de opinión para prensa de aquí y de allá… ellos deben de estar y no solo ser. Un grandísimo escritor que vive en Madrid me dijo hace no mucho: «la mitad de mi tiempo lo empleo en conseguir que la otra mitad sea exclusivamente para escribir.» De manera que la búsqueda de un tiempo hipotéticamente ideal para escribir es una ilusión algo pueril. Y saberlo constituye el quid de la cuestión, pues en los muchos años que tengo dedicado a la literatura, como escritor y como profesor, he ido encontrándome con dos clases de interesados en la escritura de ficción: los que sueñan con escribir, con su parafernalia y su supuesto boato, con el reconocimiento, el dinero (?) y la fama(!) y los que disfrutarían de todo eso, pero como elemento accesorio al hecho primordial de escribir, de resolver el desafío que comporta acometer una novela, terminar un libro de cuentos… y empezar otro, con la misma ilusión, idéntica alegría y exacto miedo. Estos últimos, invariablemente, son los que acaban consiguiendo acercarse a lo que los primeros sólo fantasean. Sobre todo porque saben que ello se consigue exclusivamente con trabajo, con esfuerzo, con disciplina. El escritor es un minero. ¿Y el talento?, me dirán algunos. El talento es el mineral que yace en lo más profundo de esa mina cuyas entrañas horadamos día a día escribiendo y corrigiendo. Si hay talento, sólo lo sabremos después de unos cuantos años de dura prospección, de arduo trabajo. Por lo tanto, no hay que perder el tiempo especulando sobre si uno tiene talento o no. Allí, en el fondo de cada uno, está la veta del talento. Los perezosos jamás lo encontrarán. Recuerden: El mejor momento para empezar a escribir la novela o el libro de cuentos es ahora. Ahoritita, que dicen mis amigos mexicanos…