Jorge Eduardo Benavides
En la estupenda novela de Antonio Skármeta, El cartero de Neruda, el viejo poeta intenta explicarle al inexperto cartero cómo funciona la poesía, y para ello le lee un poema suya sobre el mar, sobre el vaivén de las olas y su andar infinito. Le pregunta luego de la lectura qué le ha parecido el poema y el cartero confiesa: "Me he mareado". Neruda, entonces, replica conmovido que es el mejor halago que ha recibido jamás. (escribo esto de memoria, pero básicamente así lo cuenta Skármeta) Pues bien, eso es precisamente lo que busca el ritmo de un relato: marear, transmitir una sensación.
La consigna de esta semana era una propuesta bastante difícil de encarar, pues como hemos venido comentando en estas dos últimas sesiones, el ritmo de la narración a menudo se puede confundir con el tono narrativo, y ello se debe a que ambos aspectos se retroalimentan… como en realidad ocurre con todos los elementos que componen un texto literario, en el que, además, el narrador debe procurar que en ningún momento se advierta el "ensamblaje" de las piezas. Vimos en la sesión anterior un par de ejemplos acerca de cómo acelerar un texto, imprimiéndole vértigo, confusión, rapidez, y sobre todo cómo el narrador termina por contagiar al lector de todo ese apremio. En esta ocasión hemos puesto el acento en el aspecto contrario: cómo ralentizar ese ritmo hasta darle una cadencia demorada, casi monocorde, como hemos observado en la mayor parte de los trabajos que nos han remitido durante la semana. En muchos otros, aunque bien contados, ha faltado ese ritmo, probablemente porque la elección del tema resultaba contraproducente: observen que en los ejemplos que hemos colgado, los personajes se posicionan como espectadores de algo que ocurre fuera de su alcance y que es precisamente ello lo que posibilita un ritmo digresivo y la lentitud de la reflexión, elementos privilegiados aquí por sobre la acción. En muchos de los textos que nos han enviado, insistimos, se ha elegido un tema demasiado "dinámico", por así decirlo, y eso ha distorsionado la acertada utilización de un ritmo más lento.
Planteamos esto fundamentalmente para insistir en la idea de que un buen relato de ficción debe entregarnos a los lectores no sólo el conocimiento de lo que se cuenta sino una sensación, un sentimiento respecto de lo que se cuenta. La buena ficción funciona por empatía, por la manera en que el narrador convence a sus lectores de que lo que cuenta ha ocurrido o cuando menos podría haber ocurrido. Y a menudo ese convencimiento se sustenta en la cadencia con la que manejamos nuestro lenguaje: en el ritmo. Lo veremos así en los ejemplos que hemos elegido para esta semana… esperamos vuestros comentarios.