Jorge Eduardo Benavides
No dejo de darle vueltas al asunto. Y ello es así porque al fin y al cabo son las palabras el único material con el que trabajamos. No tenemos ninguna ventaja audiovisual para recrear nuestros escenarios ni a nuestros personajes. Ese delicadísimo y arbitrario material es la sustancia de la ficción, con ellas -con las palabras- elaboramos todo el universo de nuestra narración. Y además debemos lograr que mediante su uso nuestro lector se vea transportado a ese mundo que hemos creado para él, que se olvide por un momento del propio y que se instale en el nuestro. ¿Pero… y qué queremos decir? A simple vista la pregunta parece ociosa, pero nada más lejos de la verdad. Saber exactamente lo que queremos decir entraña un sutil ejercicio de reflexión e indagación personal. Después de muchas sesiones de taller literario he llegado a la conclusión de que la mayoría de los problemas a los que se enfrenta el escritor en ciernes consiste en no saber con exactitud lo que realmente quiere decir, más allá de una idea bastante general y por lo tanto ambigua. Y sin embargo se lanzan a escribir como kamikazes. pero no suele funcionar así, pues el escritor se maneja con precisiones, o más bien con un afán de precisión a la hora de contar que es lo que espolonea su trabajo creativo, y una de las claves para lograrlo consiste en esquivar el bombardeo irrestricto del lenguaje convencional, de las palabras que tiene al alcance de la mano. Si a cada sustantivo que colocamos en nuestro texto le crece el musgo de los adjetivos inmediatos (La noche era… tenebrosa, su sonrisa era… cálida) pronto nos descubriremos arrastrados hacia el bosque de la inexactitud: al final no sabemos lo que queremos decir, sino que es el lenguaje -arbitrario, antojadizo, lleno de frases hechas- el que nos gobierna a nosotros y nos lleva por donde quiere. ¿Sabemos lo que queremos decir? Mejor darse un tiempo y reflexionar hasta que la imagen o la idea venga a nosotros con precisión. No me refiero, claro está, a saber qué historia queremos contar, pues eso lo damos por supuesto. Me refiero más bien al cuadro, al detalle que creemos nos resulta útil para avanzar por nuestra ficción: ¿realmente es ese el ademán que hace el personaje cuando está contrariado? ¿Aquella habitación que describimos es tal cual lo estamos haciendo?, ¿Así suena la voz de ese otro personaje rencoroso?
Tengamos en cuenta que a menudo no escribimos con claridad porque no pensamos con claridad. Esta es la primera condición para escribir bien. La claridad significa exponer de manera limpia los acontecimientos que narramos, de manera que el lector llegue sin esfuerzo a percibir la idea que le proponemos. No confundir ésta con superficialidad. Para John Gardner la idea expuesta tiene que ser tan evidente, se tiene que ver tan nítida como un oso en una cocina bien iluminada… La naturalidad es otra virtud apreciada por el narrador solvente, en la medida que huye de la afectación, de lo enrevesado y artificioso, procurando siempre que las palabras y las frases usadas sean aquellas que el tema requiere. Naturalidad y sencillez son dos términos que van de la mano…al menos en literatura. Sencillo es aquel escritor que usa frases de fácil compresión para todo el mundo. Un escritor vanidoso, más interesado en demostrar su amplia cultura y la extensión de su vocabulario rara vez puede resultar sencillo, y por ende, natural. La concisión nos obliga a emplear sólo las frases y palabras absolutamente precisas para expresar lo que deseamos; no hay pues que confundir concisión con laconismo: ser conciso significa ser denso, en la medida en que cada frase escrita está cargada de sentido. Detengámonos en este punto. Debemos tener en cuenta que en literatura no existen trabajos cortos o largos, sino buenos o malos textos. Si éste resulta bien escrito no cansa (lo mal escrito cansa casi de inmediato, aún siendo breve). No es menester pues quitarle color y riqueza a nuestro cuento en aras de la concisión, simplemente procurar que cada frase tenga sentido, sin olvidar que estas son como los eslabones de una cadena cuyo vigor origina la belleza del estilo.
Para lograr un buen estilo es preciso trabajar mucho, escribiendo con constancia, devoción, pulcritud y sentido crítico.
La propuesta.
Esta vez vamos a entrar a una casa. Vamos a ver cómo es la casa por dentro. Esta es la composición del tema: Tenemos un personaje (nuestro narrador) que va de visita, y la persona que lo recibe -digamos que un viejo amigo- le ruega que le espere un momento, que se acomode en el salón hasta que él lo pueda atender (va a ducharse, está terminando de enviar unos documentos por mail, está atendiendo una importante llamada telefónica, cualquier cosa). Nuestro narrador/ observador entonces empezará a mirar el salón, quizá el comedor, la cocina, husmeará en la biblioteca, mirará algunos cuadros, unas postales… y gracias a esa descripción algo distraída (dato importante) y sin objetivo alguno de la casa nosotros los lectores nos haremos una idea bastante aproximada de su dueño: ¿es un viajero impenitente a juzgar por postales, cuadros, máscaras étnicas que cuelgan de las paredes? ¿Es un soltero maniático del orden? ¿es un recién divorciado? ¿Es un bombero? ¿Tiene hijos que no viven con él? ¿Es un dandy algo entrado en años? En fin, las posibilidades son infinitas.
Debemos evitar decir lo mínimo posible acerca de él, pues será su casa la que nos revele lo que el narrador quiere que sepamos de nuestro personaje. Eso nos obliga a una observación cuidadosa del ambiente, de los pequeños detalles reveladores que lo componen y a una atenta organización descriptiva en la que todo lo que hemos visto hasta ahora entra en juego: evitar exposiciones forzadas, describir con precisión, ampliar campos semánticos, etc.
Que se diviertan en la casa y los esperamos con sus informes…