
(LV)
Joana Bonet
Y allá que fuimos, a las Noches del Botánico en procesión religiosa, cuatro mil veteranos con nervios de adolescente dispuestos a regresar a la belleza salvaje con sir Van Morrison. Seis minutos antes de la hora prevista, en el escenario de la Complutense apareció ese tirano adorable, malhumorado y lacónico; el mito que detesta el espectáculo pero que nos redime de la vulgaridad.
A punto de cumplir los ochenta, y en el extremo opuesto a la onda de corazoncitos digitales, Van Morrison no mostró simpatía alguna. ¿Y empatía? Palabreja absurda para el León de Belfast que solo viene a cantar y a tocar. Comparte su don y se larga al hotel. “La música es mi empleo. El resto es pura mierda. El tipo de mierda que la fama atrae es muy oscura. Me gusta la música, eso es todo”, declaraba cuando aún concedía alguna entrevista.
Van Morrison nos levantó de la nadería a puños, con su voz arrolladora, capaz de retar la edad, derrochando amor y furia en 90 minutos. A ratos melancólico, místico sin ínfulas, sacudido por ese latido negro que mamó en los discos que su padre –un electricista melómano– se trajo de Detroit: Solomon Burke, Ray Charles, Muddy Waters. En el Botánico, nos enseñó que las enormes pantallas digitales solo sirven para lucir su firma en letra inclinada. Ni un zoom, ni un acercamiento a su saxo, pero tampoco ni un solo logo de patrocinador. Van no pertenece a nadie, ni siquiera a su público. Lo suyo es otra cosa, ajena a toda complacencia, casi como un dispensador de felicidad que tolera mal que le den las gracias.
“Es el único festival musical organizado por una universidad”, me recordaba unas horas antes el responsable de prensa de las Noches del Botánico. Se nota en las colas educadas sin avalanchas ni pisotones, o en el detalle de servir en las barras un vino digno, no aguarrás. También me contó que vería hamacas entre los arces y castaños viejos para tumbarse después del concierto. Pero el culto a Morrison, en directo, te lava con filosofía y te manda de vuelta a casa. A vibrar. Con su banda alcanza un virtuosismo musical que los puretas reconocemos como la única droga que sienta bien. No hay química que logre estimular el amor como sus baladas ni soplarle a la tristeza como sus rhythm’n’blues. Van repite la letra, la ondula y la conduce hasta lo más profundo de su eco, ah la eterna levedad.