Joana Bonet
Los taxis recorrían la Castellana agitando pancartas con nervio bronco y haciendo sonar los cláxones como una banda de fiesta mayor. Ante los micrófonos, sus improvisados portavoces se quejaban de la posible liberalización del sector y de la competencia irregular de los Uber, Cabify y compañía, pero también se manifestaban contra la precariedad que les exige trabajar al menos doce horas al día para sacarse un sueldo. De repente, una mujer reclamó respeto por el ?taxi español?, y lo dijo enaltecida. Qué expresión tan de pasodoble, pensé: te conecta al instante con las películas de Martínez Soria e incluso las de Almodóvar, la radio a mil, el escapulario y la estampa, las fotos de los niños disfrazados, el ambientador de pino, el tapete de ganchillo en el respaldo y el estruendo de una de esas radios de aficionado con las que se conectan: pajaritos le llaman al aeropuerto, o paquete a la persona que acaban de recoger en su casa móvil, esa especie de extensión de su tresillo donde se repantigan y resoplan. Porque el taxi español es en verdad una marca registrada, un nombre con apellido, un personaje en sí mismo, cuya hegemonía se ha visto diluida por la llegada de ciudadanos de todas las nacionalidades, emigrantes que se buscan la vida trabajando para el dueño del coche. También están los jóvenes espabilados que lo combinan con otros menesteres y trabajan también para esas aplicaciones que garantizan una mayor asepsia y contra las que ahora se levanta el taxi español.
En mi agenda tengo una treintena de teléfonos de taxistas. Basta que le eche una ojeada a cada nombre para regresar a aquel instante de mi vida en que los necesité, y de qué manera. Por supuesto que hubo taxis españoles: a uno de ellos sigo llamándole ?mi Ramón?, aunque ya está jubilado. No conduzco, y cansada de hacer el mismo trayecto a diario con olor a pies y griterío animal, la tarde en que me subí a su taxi ?limpio, educado, ágil y seguro? le pedí su teléfono. Al cabo de cinco largos años, en los que me sacó bajo la lluvia o me fue a comprar Apiretal de madrugada, tras aquel 11 de marzo en que escuchamos enmudecidos la Ser, con lágrimas abortadas mientras pasábamos cerca de Atocha, y muchos tragos de charla de diván, le ayudé a elegir el traje de novia de su hija. También están Marta, en Barcelona, rubia con tacones, o Francesc, un hombre fino que en su taxi ecológico no conoce la impaciencia y pone música de Bach. Louis, de origen portugués, el que atraviesa virtuoso los puentes del Sena, y cuya mujer ha sobrevivido a un cáncer ??ahora que estábamos tan gostosos en París?, me decía durante el tratamiento?. Los usuarios frecuentes de taxi saben de qué les hablo, y de cuánto les debemos los amaxofóbicos, quienes levantamos un muro mental frente al motor y en cambio hemos cruzado las ciudades, de norte a sur, abandonados en sus asientos, la cabeza recostada, dejándonos llevar.