Joana Bonet
El diccionario es un ejemplo de resistencia, y también de como el lenguaje puede pervertir y confundir. Amante, según la RAE, es “el que ama”, aunque la cuarta acepción remite a la voz de “querido”: “hombre, respecto a la mujer, o mujer, respecto del hombre, con quien tiene relaciones amorosas ilícitas”. A principios de siglo pasado, tener una querida era para muchos caballeros un signo de estatus. Una posesión más, y a menudo muy vistosa. E incluso un medidor de la sagacidad y el hedonismo de burgueses y canallas. Con el ascenso de la clase media, las leyes igualitarias y la asunción de un nuevo ideal ético, las queridas se instalaron en lo oscuro: amores avivados por la pasión que contrae lo clandestino pero marcados por su condición de “no lícitos”.
Francia fue caso aparte, y allí se siguió alimentando la figura del chevalier servant: el galante caballero que amaba a una mujer casada (o el casado que romanceaba con una soltera). El pasado miércoles, y a propósito de Hollande, nos referíamos a las “citas galantes”, un delicioso anacronismo en el magma del cibersexo. Gracias al gesto furtivo con el que ha sido cazado monsieur le président, se ha puesto en escena un guión en el que no falta ningún elemento para comprender la tradición francesa del triángulo, o del denominado de cinq à sept (el horario preferido de los amantes). Según diferentes investigaciones recogidas en The new rules: Internet dating, playfairs and erotic power, de la socióloga británica Catherine Hakim, se estima que una cuarta parte de los franceses tienen una amante. Hakim es de las que hace apología de la infidelidad; rebate la rigidez moral que, según ella, resulta una trampa que nos convierte en “animales enjaulados” y anima a aprender de nuestros vecinos: “El enfoque que tienen respecto a las infidelidades es mucho más filosófico”.
El debate se centra hoy en permisividad frente a rectitud. Y no son pocos los que abogan por diferenciar los infieles de los desleales cuando se expan- den las voces de quienes airean un cambio de costumbres, expropian la culpa del engaño sexual y animan a explorar nuevas fórmulas bautizadas como poliamor -entre las cuales suma adeptos el intercambio de parejas, los tríos u orquestas-. Cierto es que una cosa es la libidinosa Francia y otra la aún piadosa España; basta, por ejemplo, comparar La Celestina con Las amistades peligrosas: el fin último de la primera no es otro que combatir el “loco amor”, un voraz y censurable apetito material; mientras que la obra de Choderlos de Laclos es, en cambio, un manual de maquiavelismo amoroso repleto de intrigas y desengaños.
Según lo que ha trascendido, el de Hollande-Gayet-Trierweiler era un secreto a voces. Y si fuera así, parece claro que el detonante de la inconsolable tristeza de la primera dama no ha sido tanto la noticia como su exhibición pública. De fondo, una fatal moraleja: el alto precio de la transgresión.
(La Vanguardia)