Joana Bonet
Nunca me he creído del todo a quienes aseguran no tener nada que esconder. Porque, desde la verruga en el ombligo hasta los calcetines agujereados, un cenicero de hotel o un deseo inapropiado, casi todo el mundo posee alguna veladura. En el Reino Unido de Cameron se instalaron millones de cámaras de vigilancia en las calles para garantizar la seguridad y la buena convivencia. La campaña se presentó con el eslogan: “Si no tienes nada que esconder, no tienes nada que temer”, una frase que, a pesar de su higiénica garantía, a muchos -los más sinceros- les produjo un efecto intimidatorio.
Alexánder Solzhenitsin afirmaba que todo el mundo es culpable de algo o tiene algo que ocultar. “Solo hay que mirar lo suficientemente a fondo para encontrarlo”. Y así es, siempre habrá alguien dispuesto a demostrar que copiamos en un examen, robamos un libro, fumamos en el lavabo de discapacitados o pagamos al fontanero olvidando el IVA. Porque todos somos sospechosos en mayor o menor medida. Y todos hemos sacrificado una buena porción de nuestra privacidad voluntariamente. En nuestra diaria autoafirmación manejamos con profusión el yo conscientes de que siempre habrá algo, un pensamiento, una emoción, que sólo permanecerá para nosotros. Por ello me produce tanta desconfianza ese “nada que ocultar” por parte del ciudadano de a pie, para quien la posesión de un secreto significa la afirmación de su propia existencia, mientras un desfile de corrupciones, dobles contabilidades o redes de espionaje sacude la escena política.
Porque invadir la esfera privada de forma tan peliculera como la trama entre partidos y detectives, que consideraba a los adversarios políticos (en una democracia, por muy debilitada que se encuentre) como parte de un juego sucio sin principios que valgan, supera las expectativas. El escándalo del espionaje en la política catalana demuestra que hoy vale todo, incluso traspasar los límites de la privacidad y del pudor, a fin de arañar un secreto que podría ser utilizado como estrategia de derribo. “Estas flores no esconden micrófonos”, leo en una tarjeta sobre de la mesa del chiringuito Kauai, de Óscar Manresa, siempre original para poner letras a los cubiertos. Se agradece el aviso, porque en verdad estas maniobras insidiosas sitúan la política al borde del delirio ficción, como si antes de sentarse a comer hubiera que activar inhibidores, detectores y transformadores de voz para conversar con tranquilidad sobre sexo y bótox. Pero ¿es que alguien cree que aún se pueden guardar secretos, cuando nunca habían estado tan devaluados? Loco mundo el que nos vigila y espía, y que prefiere la opacidad a la transparencia.
(La Vanguardia)