Joana Bonet
Hace pocos días conversaba con un alto directivo sobre el moralismo feminista acerca del culto a la imagen, ya saben: hasta qué punto nos la imponen, engullendo nuestras neuronas, o si la elegimos como opción, con alborozo y endorfinas. Un clásico que de nuevo está en los papeles debido a la profusión de ensayos sobre el estado del llamado posfeminismo y sus declinaciones. Para algunas voces ortodoxas, las mujeres tendrían que bajarse de los tacones, lucir canas y abandonarse a la flacidez de sus carnes con orgullo, sin duda una opción respetable pero menos revolucionaria de lo que pudiera parecer antaño, pues la biología nos ha demostrado que, al igual que los chimpancés, llevamos la coquetería impresa en el ADN, movidos por un ansia de belleza.
Le comenté a mi interlocutor que esas voces que denuncian la dictadura de la imagen me recuerdan en parte a la renuncia a la coquetería masculina que se les exigió a los hombres con la llegada de la Reforma. Y le recordé los zapatos carmesíes, las capas de armiño blanco y las pelucas empolvadas con talco que lucían los hombres de alcurnia hasta el siglo XVIII. “Menos mal, al menos ganamos en buen gusto”, me respondió el ejecutivo visualizando a un individuo calzado con escarpines de punta y generosos collares. Trajo a mi cabeza este asunto el nombramiento del Papa, su protocolo y sus hábitos. Y sus zapatos rojos.
Las modas siempre han sido una cuestión de clase. “Las de clase alta se diferencian de las de clase inferior, y son abandonadas en el momento en que el pueblo empieza a acceder a ellas”, sostenía el filósofo alemán George Simmel. Cierto es que los códigos de vestimenta funcionan casi como los de honor, trazando un círculo excluyente que la democratización de la moda ha insistido en romper, aunque sea a fuerza de copiar en barato. Ocurre ahora con las capas papales, que irrumpen en la pasarela esta temporada de la mano de Chloé o Balenciaga justo cuando Benedicto XVI renuncia a ella. Una cortita capelina, con la que se ha visto ya a su sucesor, Francisco, que se ha investido de gran simbología. En el siglo XVI, la capa era signo y medida de linaje en España: cuanto más cortas, mayor nobleza se le suponía al portador; así, al rey se la remataba en la cintura, los gentiles hombres la cortaban a medio muslo, los artesanos y menestrales en las rodillas y los villanos en los pies.
Ahora está por ver si el jesuita latinoamericano usará zapatos rojos manufacturados por Prada, como el exquisito Ratzinger. Los libros cuentan que estos simbolizan la sangre de los mártires cristianos, aunque en la antigua Roma el escarlata tiñera de rango a los patricios. “La Iglesia no debe ser como una oenegé”, afirmó Jorge Bergoglio entonando austeridad. Y pagó la cuenta de su hotel con unos zapatos marrones antes de calzarse las sandalias del pescador.
(La Vanguardia)