Joana Bonet
“Nunca vibraba bajo mi caricia”, reconocía Hubert H. a medida que avanzaba su obsesión por Lolita, y aún y así, el personaje que psiquiatras y lectores le debemos a Nabokov (porque sólo la literatura es capaz de bucear en territorios inexplorados e indecibles) reconocía hacer todo lo posible para ser feliz. Entre el deseo y el tabú, su caso representaba “una tempestad en un tubo de ensayo”, como se dice en el prólogo de una vieja edición de Grijalbo. Corría 1955 cuando el juicio moral a los amores de un hombre maduro con una niña revirtió en una cascada de declaraciones de médicos que reconocían que ese tipo de amor abyecto sacudía a un 15% de la población masculina de Estaddos Unidos. Hubo quien dijo que se quedaban cortos. Han transcurrido casi sesenta años y las lolitas de hoy ya no esperan a los catorce para pintarse los labios, aunque aún no puedan desasirse ni poniéndose de puntillas de la reconfortante infancia que todavía las habita. Campan en una frontera indeterminada. Desarrolladas por fuera, con los focos de su feminidad exultantes, pero con la ternura del crecer por dentro. La pornografía -que no la información sexual, tan indispensable- les entró a través de las ventanas de sus series yonkis. La publicidad las ha adultizado y, a pesar de las autorregulaciones para que hasta los 16 no se suban a una pasarela, ahí siguen, tropezando con altivez e inocencia.
A partir del dramático caso de El Salobral, del asesinato de una niña por quien decía amarla locamente, resurge el debate sobre el límite de edad en las relaciones sexuales: regulación frente a libertad con matices. Es comprensible el rechazo que produjo que una niña de 16 años pudiera abortar sin el permiso paterno, pero en cambio es sorprendente que no se haya movido ni una pestaña tras el anuncio de Gallardón de que va a postergar el retraso de la edad legal para casarse: ¡catorce!
Persiste una iconografía universal que humedece el deseo a fuerza de abuso, y que perpetúa el mito de la virgen, de la niña que sucumbe a los encantos de un hombre ya maleado. Suele ser falso. La pederastia es mucho más que una perversión. Es un negocio sin fondo que en los burdeles de Bombay amontona a miles de niñas de entre seis y nueve años, cuyos órganos sexuales aún no se han desarrollado; o las pequeñas con camiseta de Hello Kitty que vi en las calles de Phnom Penh, minúsculos cuerpos infectados de sida.
Al otro lado, en el de la normalidad, sólo hace falta ojear los anuncios de prostitución que aparecen en los periódicos para comprobar el incontenible uso de diminutivos. De “culitos”, “viciosillas”, “peluditas”… aunque la palabra estrella no haya variado desde los tiempos de Nabokov: “jovencitas”.
(La Vanguardia)