Joana Bonet
En los últimos años, debido al estatus de la tecnología como la nueva religión y al cambio de mentalidad propiciado por la crisis, han surgido varias palabras fetiche que giran alrededor del concepto de transformación. La sensación de que todo muda se ha ido apropiando de nuestras mentes, aunque cada vez son más quienes sostienen que internet nos ha hecho más superficiales. No me refiero a los nostálgicos, a esas viejas glorias que se han visto desplazadas en un mundo con un renovado alfabeto. Ni a los que acusan pereza, o una mortecina curiosidad, respecto a la nueva forma de comunicarse y a descifrar la ristra de neologismos que nos acompaña. A pesar de la responsabilidad de los medios en cuidar nuestra lengua, muchos son quienes esgrimen las ventajas de hablar un lenguaje global, y a menudo caemos en la trampa porque crowfounding resulta más simple que “financiación colectiva”, o naming más resultón que “ponerle nombre a un producto o una cosa” -por cierto, un nuevo oficio en tiempos en los que el envoltorio es tan decisivo que hay que empezar a seducir con la magia del título-. Pero a un resumen lo llamamos briefing; al posicionamiento de un producto, product placement; a una marca, brand… Por no hablar de expresiones como “360 grados”, un concepto plenamente nietzscheano que evoca el eterno retorno: cerrar el círculo, marcar un recorrido íntimamente conectado de principio a fin.
Más Nietzsche y menos naming, podrían decir quienes sienten cierto hastío ante la jerga marketiniana que hoy destilan las relaciones laborales y comerciales, y que esgrimen desde sus outlooks los profesionales 3.0 que se han apropiado del nuevo paradigma. Bien conscientes de que en nuestros días todo dura poco, incluso un palabro de moda como es el caso de disrupción. El término significa romper las reglas del juego en una interrupción brusca que hace referencia a un cambio muy relevante, y que sin duda llama la atención, pero también se enmarca en un relativismo inconcreto.
Porque acaso sea pronto más disruptivo no hablar tanto de lo cambiante como de aquello que permanece; desde descalzarse al llegar a casa hasta la cruz verde de las farmacias o las velas para celebrar un cumpleaños. Los castillos en la arena, las setas en otoño, la palmada en la espalda, la idea, tan fugitiva, de la felicidad… Nos habitan infinidad de gestos que repetimos de generación en generación, y que fluyen con el ciclo de la vida, conscientes, como bien saben los estudiantes que hacen comentarios de texto, de que lo que varían no son los temas -universales, los mismos de siempre: la muerte, el amor, el dinero, el dolor…-, sino la manera de contarlos, y de vivirlos.
(La Vanguardia)