Joana Bonet
Incluso los días de la semana pierden su nombre; hoy podría ser martes, jueves o domingo, no importa. Porque el rito de la Navidad difumina las aristas del tiempo al extender su mantel escarchado. No hay prórroga que valga, a pesar de la urgencia por cerrar el año. Una parálisis convocada en nombre del amor universal y la familia demuestra cuán relativo puede ser el tiempo, igual que la bruma tras los cristales en esa escena universal del fuego ondulado entre los leños que invade de sopor las últimas tardes de diciembre.
Los telediarios mandaron las cámaras a las estaciones y aeropuertos para grabar el abrazo del reencuentro. Porque la soledad se hace puntiaguda en esas fechas, bajo peligro de perder su nobleza y acusar desamparo. Apremia la necesidad de juntarse y comer juntos como si alrededor de la mesa se pudieran curar las palabras no dichas. Los que se quieren, o se deben, ya se entregaron sus regalos. Los niños más listos hacen cábalas para resolver cómo en una misma noche un anciano con largas barbas subido a un trineo posee el don de la ubicuidad y llega a todas partes arrastrando su fábrica de juguetes. Ese sí es un gran relato, que se sigue reproduciendo desde hace dos mil años: la celebración del milagro de Dios como parque temático que trasciende religiones y culturas. Símbolos tan variopintos como la lotería, capaz de combatir la rémora tan española de “tapar agujeros”; la celebración del nacimiento de Jesús de Galilea evocado en catedrales y pesebres, o la afición por ese alimento temporal llamado turrón, que consumido fuera de contexto es algo parecido a vestirse de invierno en verano, construyen el imaginario navideño que incluso los más escépticos acaban tolerando.
“La vida es el tiempo que hace. Son las comidas. Los almuerzos en un mantel azul a cuadros sobre el cual hay sal vertida. El olor a tabaco. Queso brie, manzanas amarillas, cuchillos con mango de madera”, escribe el gran John Salter en Años luz. La vida también es una colección de navidades, de sillas vacías y tronas con bebés que se estrenan con un gorrito de Papa Noel del cual ya ni advertimos su ridículo. Resumen el alfiler melancólico que remueve los mimbres del recuerdo y traen el eco del tipo de niños que fuimos; de la rebeldía adolescente que nos obligaba a aborrecer la tradición; del alborozo cuando fuimos padres primerizos y entonamos los villancicos que cantábamos con guantes, gorro y bufanda esas vacaciones de invierno en que la vida soñada no tenía fecha de caducidad. ‘El mundo se desmorona y nosotros nos enamoramos’, decía Ingrid Bergman en Casablanca. No existe otro deseo más redondo, reversibles como somos. Corderos y lobos.
(La Vanguardia)