Joana Bonet
Leo en una entradilla: “Colorado y Washington aprobaron el consumo recreativo de marihuana, pero Oregón lo rechazó. Maine y Maryland se convirtieron en los dos primeros estados en aprobar el matrimonio igualitario”. Y es que el pasado miércoles los colectivos que defienden la legalización de estas dos causas -imagino que por separado- festejaron sus victorias a ritmo de Al Green, el himno oficioso de Obama.
No es algo excepcional unir dos asuntos aparentemente tan dispares; a menudo existe un correlato entre la legalización de la marihuana y la de los matrimonios homosexuales, aunque ambas reivindicaciones sólo converjan en el cascarón de las libertades individuales. Diáfanas son las dos lecturas previsibles: menuda frivolización vincular la risa floja del porro y sus efectos dañinos con la desigualdad histórica que ha perseguido a los homosexuales -y que aún permanece, prejuiciosa y envenenada en la moral de salón de té-. O lo contrario: ambas reivindicaciones se vienen cruzando en las modernas democracias como si en una asociación libre de ideas fueran indicadores de progresismo y tolerancia. Este año, Uruguay ha reconocido por primera vez un matrimonio entre personas del mismo sexo y casi paralelamente ha anunciado que no sólo legalizará el consumo terapéutico y recreativo de la marihuana, sino que encabezará una cruzada internacional para lograr su regulación. En Francia -donde la homosexualidad fue tratada como enfermedad mental hasta ¡1992!- ya tienen proyecto de ley para casar a gais y lesbianas. Al tiempo, el ministro de Educación francés se ha declarado partidario de abrir un debate nacional sobre la despenalización de la marihuana, igual que la ministra Duflot: “El cannabis debería ser considerado como el alcohol o el tabaco y así reducir el tráfico y la violencia y desarrollar una política de salud publica”.
En España, justo cuando, al fin, el Constitucional ha avalado el matrimonio homosexual, no es previsible que Rajoy encuentre fuerzas para abordar el debate del cannabis a pesar de que desde hace tiempo voces tan poco sospechosas de ser “porretas” como la de Vargas Llosa aseguren que, ante el fracaso de la lucha contra el narcotráfico, no exista otra alternativa que la despenalización o al menos la regulación de las drogas. Las leyendas de las volutas prohibidas se han acompañado de un aura de malditismo hoy obsoleto. Prevalecen en nuestra sociedad las posiciones restrictivas que alertan de los riesgos del porro, muy graves entre los jóvenes, y a la vez abundan estudios y enfermos que confirman sus beneficios terapéuticos.
El Constitucional, en su fallo, ha apelado a los cambios sociales que van por delante de la ley, una manera de ilustrar la importancia de enfrentarse a los tabúes y sacudirse prejuicios para abordar con madurez asuntos mucho menos marginales de lo que se presupone. Acaso como otra manera de salir del armario.
(La Vanguardia)