Joana Bonet
La noche era templada, las luces tintineaban caprichosas y mi empeño en hallar antiguas volutas, bellos naufragios de las leyendas del jazz, me condujo hasta las puertas de Zinc, un club que en los años 40 se llamaba Cinderella. Allí actuó la enorme Billie Holiday, y Thelonius Monk fue pianista residente, por lo que pisar ese escenario se me antojaba hermoso. El día anterior había disfrutado de la big band que dirige Wynton Marsalis en Jazz at Lincoln Center mientras comía pollo frito y tres jóvenes estudiantes seguían a mi lado las ondulaciones del saxo y la fuga del piano. Mi codicia musical no tenía fin y quería apurar un par de noches en Manhattan en uno de esos lugares que curan el ánimo, por lo que me escapé sola al Village sin maquillaje ni resquemor.
No tengo duda de que los grandes estropicios humanos se deben al exceso de confianza, a esas certidumbres que sostenemos porque no queremos perder las expectativas. Pero ¿cómo iba a relacionar algo tan exquisito como el jazz con la humillación? Eso es lo que me aguardaba en el club, donde un portero afroamericano de pintoresco uniforme quiso aplastarme con su autoridad. Tras más de veinte minutos de cola, los dos chicos que tenía delante recibieron a cuatro amigos más; les hice un gesto impaciente y entendí que me cedían el paso. Pero cuando llegué a la puerta me topé con una voz de alférez que me acusó de haberme colado. El malentendido fue mudando hasta ponerse violento: tanto él como el grupo de jóvenes empezaron a mofarse de mi inglés. “Pero si habla alemán”, repetían.
El portero no solo me dijo que no había sitio para mí, sino que mi único lugar estaba “en la calle”, señalándome una silla a su lado. Como un perro, un pedazo de carne, una apestada. Su única misión era seguir mofándose de mi mal acento y aprovecharse de mi circunstancial soledad. Aunque una haya acumulado desencuentros y críticas a lo largo de los años, es pasmoso ver cómo empiezas a farfullar ante la humillación: quienes atacan huelen tu desconcierto mientras la burla deshumanizadora te desarma. No hay carácter, ni experiencia, ni recurso que sirvan, solo parálisis.
Nunca lo había sufrido en mi piel, pero ahora ya sé a qué se refieren aquellos que son reducidos a lo infrahumano por ser extranjeros. El umbral de cualquier puerta se encoge, y por mucho que intentes comprender, te vas con la hostia en el cuerpo.