Joana Bonet
Sus movimientos son toscos, su obsesión frenética, hasta que uno exclama aliviado: “¡Por fin!”. Y tras enchufar el móvil su semblante se relaja, igual que si le hubieran quitado un gran peso de encima y sintiera que la vida es chula, no tanto por lo que le depara el instante real sino porque se está cargando la central de datos de su existencia virtual, el verdadero mundo, el que aglutina mensajes personales, noticias, correos electrónicos, fotos y vanidades servidas en la palma de la mano. La promesa de vida no teu coração que cantaban Elis Regina y Jobim, la llegada de una señal que entretenga las horas hasta el punto de hacerte olvidar que las horas pasan.
En los baños de los aeropuertos, en el supermercado, en los vagones de los Ferrocarrils de la Generalitat de Catalunya -que incluso han redactado unas normas de uso en las que se recomienda cederlos amablemente al usuario siguiente-, se repite la escena. En algunos restaurantes disponen ya de cargadores para iPhone 4 y 5, Samsung Galaxy o Sony Xperia. Se cuentan entre aquellos objetos cotidianos de los que nos evadimos en un rapto de autonomía y con los que luego nos obsequian como muestra de atención al cliente: un tampax, kleenex, cerillas, unas gafas para ver de cerca, una corbata incluso. ¡Ah de los establecimientos que no sólo no ponen pegas sino que están bien surtidos de conectores! Su pedigrí se subraya porque vivimos en la era del cargador. A pesar de la inteligencia domótica, la mecánica cuántica y las redes wifi, aún dependemos desesperadamente de un cable. La levedad de un mundo hiperconectado al Gran Hermano universal, capaz de llegar donde tu índice desee con la yema del dedo, se espesa igual que la sangre con colesterol si se acaba la batería. Un fundido en negro que estremece, galvanizado por una impaciencia tan propia de nuestra época como la dependencia del enchufe, y más entre aquellos que pertenecemos a la generación de las pilas y no necesitábamos trajinar con frecuencia frente a los oscuros agujeros por los que transita la energía.
Si el cobalto y el litio revolucionaron nuestras vidas, ahora la Universidad de Stanford anuncia una nueva batería de aluminio, más barata y segura, capaz de recargarse en apenas un minuto, que nos permitiría liberarnos de esa corriente que recorre montañas y carreteras en forma de sutiles cableados sobre los que se posan ruiseñores y cuervos. Los mismos que parten el cielo con sus carriles de sombras, y de los que vivimos esquinados, como a menudo de la familia, aunque nos alimente.
(La Vanguardia)