Joana Bonet
Cuánto tiempo necesitará el ojo para acostumbrase a leer glamur sin sentir nostalgia de la o que se ha caído en la españolización de la palabra? Porque glamur no acaba de ser lo mismo que glamour, por mucho que se pretenda. Siempre me han gustado los arreglos castizos, ese deje umbraliano, a palabras importadas: desde restaurán y cruasán a dernieres. Acaso pronto leamos luc y cul en lugar de look y cool; y puede que nuevos palabros y onomatopeyas de uso común en las revistas femeninas (de girly a guau), por ejemplo, se clasifiquen como nuevas interjecciones.
“Zapatero quería una chica joven y con glamur” ha confesado un resentido César Antonio Molina en su último canto de sirena sobre el papel de los maltratados intelectuales frente al poder. Cuando lo reemplazaron, se decía en Madrid que el exministro llevaba muy mal que su teléfono apenas sonara. La sensación de ser improductivo que tan bien me detalló hará un año Carme Chacón, al ocupar un discreto escaño tras haber bregado con militares de la vieja guardia, piratas somalíes y el avispero afgano. Han pasado cinco años del relevo de Molina, un asunto que a nadie le interesa hoy. Deberíamos felicitarnos de que los 44 tacos con los que llegó Ángeles González-Sinde al ministerio (más dos carreras, quince películas, varios cargos institucionales, etcétera) sean sinónimo de “mujer joven”. Y de que, como tantas ministras de ZP, haya dejado la política y ande embarcada en una premiada aventura literaria, sin abandonar el cine, y siga los avatares de esa expresión cultural que es la moda.
En cuanto al glamur, aunque el ministro de cultura en la sombra, José María Lassalle, haya minimizado su importancia: “incluso sin glamur somos una de las potencias culturales”, declaró, España no será un país culturalmente exportable hasta que no logre un barniz de glamur sin parecer disfrazada para ir de boda. Vean sino el rédito que se le saca a la gala del MET neoyorquino cada año: Hollywood y Washington rendidos al descomunal motor de la belleza, al hipermoderno espectáculo de la alfombra roja que tanto deseo y negocio crea. La mismísima Michelle Obama elogió a su “buena amiga” Anna Wintour en la inauguración de una nueva ala del museo dedicada a la moda que lleva el nombre de la directora de Vogue. Su antecesora, Diana Vreeland, ahora interpretada por la gran Carme Elías, también ofició de árbitro del buen gusto en ese papel que, en EE.UU., Francia o Italia, conceden a las editoras de moda; el súmmum de la vacua frivolidad en nuestras orillas. Pero esa es otra historia. Si la elegancia es olvidar lo que uno lleva, el glamur consiste en alfombrarlo suavemente, con goce.
No pudo ser Putin
Al final, Aznar apareció en la foto. “El muerto viviente”, como le apodan algunos marianistas, reapareció en escena electoral a pesar de su enemistad encrespada con Rajoy. Porque tras la sucesión, éste no le dejó hacer de Putin ni él quiso hacer de Medvédev, y más después del 11-M. Pero Aznar no perdona ni olvida. En el reportaje de Jesús Rodríguez en El País Semanal, en varias líneas reveladoras, Aznar se reconocía a sí mismo como “un fino crítico artístico, un cultivado lector de poesía intimista y muy leído en historia”. Contaba haber logrado aprender inglés pasados los 50, fardaba de cuerpo de deportista de élite y de conferencias a 40.000 el bolo. A este paso, no me extrañaría que le pidiera clases a Martina Klein para aprender a sonreír.
Al final, Aznar apareció en la foto. “El muerto viviente”, como le apodan algunos marianistas, reapareció en escena electoral a pesar de su enemistad encrespada con Rajoy. Porque tras la sucesión, éste no le dejó hacer de Putin ni él quiso hacer de Medvédev, y más después del 11-M. Pero Aznar no perdona ni olvida. En el reportaje de Jesús Rodríguez en El País Semanal, en varias líneas reveladoras, Aznar se reconocía a sí mismo como “un fino crítico artístico, un cultivado lector de poesía intimista y muy leído en historia”. Contaba haber logrado aprender inglés pasados los 50, fardaba de cuerpo de deportista de élite y de conferencias a 40.000 el bolo. A este paso, no me extrañaría que le pidiera clases a Martina Klein para aprender a sonreír.
Enterrar el vestido
Lewinsky convirtió la mancha en su traje en la llave forense que identificó el esperma de Clinton. Esas cosas feas nunca terminan bien. “Es hora de quemar la boina y enterrar el vestido azul”, ha declarado a Vanity Fair. La entrevista de Lewinsky no es sino la enésima constatación de que el pasado siempre acaba por volver. A Monica no le dan trabajo, asegura, porque está manchada con su historia. Nadie vería a una relaciones públicas o ejecutiva de cuentas, por ejemplo, sino a la mismísima Lewinsky, y probablemente después hicieran comentarios sobre su boca. ¿Qué empresario aguanta esto? Sólo la prensa y la política disponen de colchón para ella si hay titulares y la candidatura de Hillary sigue moviendo hilos.
La feria de Marianne
En mis años andaluces conocí un Sur que me subyugó con su arte, su aje y su poesía, y otro Sur que no aguantaba, con rebujito, bulla o folklore atronador. Me bastó con acercarme un día a las casetas para eludir su cita sine die, suficiente trago había sido quedarme atrapada toda una tarde de Semana Santa en medio de centenares de capuchas. Es asombroso cómo los sevillanos sacan la tradición de paseo, alzando los brazos y cimbreando la cintura todo el día. La Feria tiene ya, desde hace unos años, a su Marianne, esto es, la que mejor lleva el traje de flamenca, sin gafas de sol en el escote ni móvil en la manga. Ella es Lourdes Montes, amor de torero y lozanía de niña bien que se ha criado con sopas de picadillo y bofetadas de azahar. En Sevilla.
(La Vanguardia)