Joana Bonet
En el 2000, tras 150 años de Registro Civil en España, una ley modificó el privilegio de imponer el apellido paterno al materno en pos de la igualdad. Parece que no ha habido demasiado interés en alterar la tradición, pues hoy se estima que solo un 17% de las parejas han inscrito a sus hijos con el apellido de la madre primero.
A algunos les parece justo que se anteponga el de ella, la que “da a luz”, pero la mayoría aducen razones de sonoridad o el socorrido peligro de extinción de un patronímico, y luego está lo enojoso que puede resultar para la criatura ser llamado en clase Caldito o Porquet. Cierto es que los apellidos acaban vaciando su significado, y los Calvo o Gordo neutralizan su semántica porque se asocian a la persona que se adueña del nombre, no al revés.
Mis abuelas se llamaban Mercè Pujol y Joana Arqué. Perdí sus apellidos aunque permanezcan sus genes, sus mimos, sus cacahuetes o sus preguntas siempre chocantes. Hemos naturalizado este extravío, que la huella patronímica de tantas mujeres se haya borrado para siempre, a no ser que seas aristócrata y encadenes apellidos como perlas de un collar. A pesar de la libertad actual para apellidar, a muchos les sigue pareciendo una afrenta invertirlos: un asunto beligerante que para algunos cuestiona la paternidad. Y es que cuesta ganar privilegios, pero mucho más perderlos.
Otra cosa es el Camprubí del abuelo inscrito en mi DNI, y que mis hijas ya no han heredado. Una vez, un agente de fotógrafos enojado porque no estaba de acuerdo con el presupuesto, me espetó: “Porque te llames Bonet Camprubí no te creas que eres alguien”. Frené la risa sin entretenerme en explicarle mis modestos orígenes, aunque uno de mis primos está convencido de que emparentamos con Zenobia.
El caso es que, por la rama materna, en pocos años hemos perdido a dos Camprubís, mientras mi adorada tía Mari Carmen ha sido engullida por el silencio del alzheimer. Aunque de los cinco hermanos que fueron, queden tres –mi madre, ella y el tío Martín–, siento que se desdibujan los márgenes físicos del segundo apellido, esa familia que tuve de chica cuando aquellos jóvenes Camprubí llegaban al pueblo en sus coches lustrosos desde Galicia, Almería o Madrid junto a sus novias (Justi, Maica y Lola), que fumaban cruzando las piernas con sus medias blancas o de cristal.
Trajeron acentos diversos, costumbres modernas. Sí, ya se me escapan los ángulos iluminados de aquellas mesas regadas de champán en las que siempre se rompía alguna copa y mi abuela se santiguaba y los niños deseábamos recitar nuestro poema. En esa florida idealización de la infancia, pensaba que todos envidiaban a una familia como la mía de ingenieros, maestras y músicos siempre chistosos.
En una feria del libro, el tío Ramón vino a verme a la caseta, y posó ufano en la foto con el pulgar levantado: “Lo he hecho, porque así parece que la cosa va bien de ventas”, me dijo cómplice. Y cuando el tío Juan me llevó a comer pulpo a feira por última vez, pensé lo arduo que habría sido para él hacer apellido en A Coruña, las veces que tendría que deletrearlo. O el primer día en que les dijo a sus hijos: campo de rubí, eso es lo que significa.
Mi madre todavía no ha advertido –o ha hecho mutis– que servidora ha recuperado su segundo apellido en la firma de todo aquello que escribe. Hace tiempo que la abrevié por economizar palabras, aburrir menos. Hoy me interpela: tantos años leyendo y escribiendo sobre feminismo y yo, a mis limones, contando sílabas.
No es tarde para que, mientras mi madre me siga leyendo, vea la rúbrica completa, la parte simbólica de mi hijidad, aunque nunca le haya importado.
“Escribir un deseo es un acto de confirmación”, dice Camila Sosa en El viaje inútil (Tusquets). De ahí el impulso de esbozar estas letras respondiendo al deseo de asir fuerte esa ráfaga de los Camprubí, la fosforescencia de su espíritu, disfrazados de Don Juan Tenorio o cantando boleros y tangos, el abuelo al piano, como si la vida no tuviera fin.