Joana Bonet
La noche del insomne es un desierto de realidad. Las horas caen lentas y picudas, igual que el goteo de un grifo mal cerrado. Sin movimiento, en silencio, acaso un crujido de la madera o un soplo de calefacción. Pero mientras el mundo se da por vencido y en su tregua acordada no espera nada ni a nadie, aquellos que no duermen sienten por un momento el control de la vigilia e incluso creen en los fantasmas.
Porque en ese desvelo poblado de átomos de soledad pero también de voces amigas -con la ternura que acostumbra a dedicarse uno si no puede dormir y se hace unas hierbas o navega entre druidas y noticias- es cuando los fantasmas se sientan al pie de cama. E incluso ocurre que en esa escena de batín y calcetines, la casa bajo las sábanas, la sordidez de la madrugada adherida en sofá, el fantasma del deseo posee al insomne hasta el punto de hacerle comprar una centrifugadora de fregonas en la teletienda. Antes de continuar, debo de confesar que a veces he contemplado estos llamados infomerciales con la misma curiosidad antropológica con la que veo a los cantamañanas del tarot. Descubrir si quienes llaman son del programa, aguardar los movimientos que delatan la mentira en la faz del vidente, o en los michelines de la señora con faja anticelulítica, es una muestra colosal de cómo la frontera entre convicción y patraña se convierte en un entretenimiento.
Los norteamericanos, a esa franja entre la una y las seis de la madrugada, al horario de mínima audiencia, le llaman “cementerio slot”. Pero según recientes informes, parece que no todo el pescado está vendido. Ventajas de precio y target para los anunciantes, una fórmula que utilizan cada vez más grandes marcas como preámbulo para impulsar la venta al por menor… Lejos de arrumbarse su vigencia, la teletienda noctámbula en EE.UU. es un negocio al alza, en que ,según Priceonomics (una web de precios on line) en el 2015 espera alcanzar 250.000 millones de dólares.
A priori parecen objetos locos, multiuso pero con una aparente practicidad que le otorgan, a esas horas golfas, un papel redentor. Remedios para pies fríos, para obsesivos de la limpieza, voluntarias de la tonificación, domingueros sobrecargados, perezosos de las abdominales, calvos, con acné… Todos tienen su solución. Cuando creíamos que lo habíamos superado todo, el fantasma de la tele se convierte en un filón. El buen infomercial, asegura un especialista en el tema, Ken Stark, debe componerse de cuatro fases: crear conciencia, por tanto, un marco; crear necesidad (“¿está cansado de ver cómo…?”); crear una urgencia (ahora es más barato); evaluar opciones (se demuestra su eficacia con una prueba extra) y resolver el riesgo final (“le devolvemos su dinero”). Así, espectadores barridos por el día y la noche acaban convencidos de que habían estado toda la vida esperando aquel rallador de zanahoria que también corta el jamón.
(La Vanguardia)