Joana Bonet
La escena parece propia de uno de esos programas de cámara oculta que buscan reírse de la torpeza y la ingenuidad humanas. Pero sucede en el aeropuerto de Madrid. Los viajeros, tras diez horas de un vuelo intercontinental, llegan a la famosa T4, cosida de cristal y amarillo, con el razonable deseo de acabar con la ansiedad final del viaje: recuperar sus maletas. Y ahí es donde entra en el plano ese objeto simple pero cuya poderosa eficacia lo convierte en aliado indispensable para depositar un resumen de la casa a cuestas: el carrito. Frente a las filas silenciosamente alineadas de carros metálicos, hombres y mujeres se pelean con su ranura, luchando contra la nada. Observas sus rostros, y en verdad parecen sentirse idiotas por no poder desasirlos de la cadena que los ata. Miran a un lado y a otro, medio ríen de puro absurdo, prueban con todo tipo de monedas, se desesperan… hasta que un operario de Aena les informa de que los carros no van con euros, sino con fichas; sí, como en un casino.
Retrasos, huelgas de pilotos, pérdidas, largas colas, la sensación de mono desnudo que educadamente soportamos en nombre de la seguridad aunque la impresión de permanente sospecha envenene al viajero… y ahora llega un plus. En diferentes puntos de la terminal, una serie de dispensadores aguardan mudos a ser descubiertos. Le pregunto a la señora de la limpieza, testigo mudo y omnipresente, por la visión cotidiana del asunto: “La gente sale de aquí muy cabreada. Primero, porque pierden tiempo probando con monedas, ya que no está bien indicado que ahora se paga con fichas; luego, porque meter la endiablada ficha tiene truquillo; y por último, porque la moneda de un euro no se devuelve, se la queda Aena. Todo parece pensado en contra de facilitarle la vida al pasajero” .
La medida, que pronto se extenderá al Prat, ha sido argumentada con comparativas: “Uno de la cada cuatro aeropuertos del mundo cobra el carro”. Y también con business plan: aseguran que con esta medida se contribuirá a la sostenibilidad del negocio recaudando al menos 3.2 millones de euros, “así podrá seguir garantizándose un servicio de calidad”, argumento débil donde los haya cuando esta nueva penalidad para el viajero, que vulnera cualquier protocolo de atención al cliente, llega en un tiempo donde se controlan edificios enteros desde una pantalla de iPad. En cambio, la tan coreada marca España se inscribe en lo rudimentario, como ese ocurrente welcome con el que ahora se recibe a los viajeros y que añade un elemento más de dificultad a la imagen de nuestro país, ya de por sí errática, aunque en plena consonancia con las medidas que día a día salen del Consejo de Ministros evocando las peores pesadillas del desarrollismo.
(La Vanguardia)