Joana Bonet
Hay dos palabras de uso frecuente que en más de una ocasión he usado hinchándolas en la boca, pero que empiezan a producirme fatiga. Se trata de emprendedores y prescriptores. Los primeros hoy son más indispensables que nunca, dicen, y no hay esquina de periódico, web o telediario donde no salga un tipo afortunado que empezó jugando con videojuegos y acabó ideando una nueva modalidad de red social sin la que no podríamos vivir. No importa que su propósito sea tan discutible como el de esa aplicación que se ocupa de difundir rumores y cotilleos entre bachilleres. A diferencia del perfil del inventor de lo absurdo, desde cepillos de dientes masticables a ventiladores para enfriar la sopa sin soplar, el emprendedor parte de la noble idea de que crisis es sinónimo de oportunidad, o que en griego significa separar y decidir, cuando para la gran mayoría la realidad ha demostrado que crisis significa crisis y punto.
Los emprendedores se pulverizan agua de colonia, a poder ser de marca italiana, transmiten un tipo de liderazgo horizontal -y no transversal, otra palabra irritante- y nunca acusan cansancio, sino exceso de entusiasmo. Es gente de una pieza, capaz de pasar la idea de oro a cuentas de resultados. Pero también de aparecer orgulloso como emprendedor un día, y al cuarto de hora anunciar el fin. Aun así, los altavoces sociales los buscan con ahínco, tan necesitados de héroes proactivos en lugar de mártires parados.
Mucho más peligrosos son los prescriptores. Los que de la noche a la mañana se convierten en expertos en smartphones, agencias de viaje low cost o productos foodie, como denominan ahora a los cocinitas. En las primeras filas de los desfiles, muchos de los rolls royce del periodismo costurero han sido sustituidos por blogueros y divinities que enamoran a la cámara, a menudo vestidos como para Halloween. En el libro sobre el nuevo periodismo escrito por Marc Weingarten se evoca a la generación de Tom Wolfe, la gran Joan Didion, Norman Mailer o Gay Talese, quienes perseguían una historia como si fuera la mujer o el hombre de sus sueños. Y se metían hasta el fondo “allí donde pasaban las cosas”, según Wolfe. Su mandato era recoger información y aderezar la salsa pero, sin invenciones, además de pasear su incorruptible independencia, el no ser de nadie. Hoy, la mayoría de prescriptores en la red que tienen un blog archivisitado cobran por citar una marca y no resulta ningún escándalo, todo lo contrario, así son las reglas del juego. Una opinión creciente considera que todo el mundo puede ser informador y experto y que, como en el caso de tantos emprendedores, para empezar basta con convertirse en prescriptor de uno mismo.
(La Vanguardia)