Joana Bonet
El juez Castro, en su segunda imputación a la infanta Cristina, ha recurrido al argumento moral para ilustrar, en un claro juicio de valores, dos conductas que, al margen de su reprobación, gozan de buen sedimento en las perfumadas alcantarillas de la realidad. De hecho, vienen formado parte del marchamo del triunfador como pasos determinantes para multiplicar ganancias: “mirar hacia otro lado” y actuar por “codicia”. El del juez es un alegato contra el deseo febril por lo excedente, esa avaricia bíblica de la que tanto hay que guardarse porque siempre acabará trayendo problemas. A pesar de que no lo cite explícitamente, el auto dimana un ajuste de cuentas con el sentido de inmunidad, el mismo que, según los fiscales -que no ven indicios de delito-, puede ser utilizado como un argumento de desigualdad e indefensión al tratarse de la infanta Cristina. Curioso asunto el del privilegio frente a la penalización del apellido, en un tiempo en el que media élite española es presunta y sigue repantigándose en los cenadores Michelin.
Parece que, entre los 277 folios del auto, en verdad se esté juzgando un substrato mucho más profundo que guarda relación con el modus operandi de un sistema que, a pesar de haberse anunciado a los cuatro vientos que es caduco, sigue mostrando el óxido de una idealizada ejemplaridad con la que manteníamos a salvo la aspiración de un mundo mejor. Porque en una España estragada por las penurias de la crisis y con tres millones de ciudadanos en situación de pobreza extrema, los agasajos y privilegios de cuna o rango continúan al orden del día.
En su ensayo David y Goliat. Desvalidos, inadaptados y el arte de luchar contra gigantes, el periodista del New Yorker Malcolm Gladwell se refiere a lo que los economistas denominan “la ley de los rendimientos decrecientes” para subrayar la importancia de los límites, sobre todo en la relación paternidad-riqueza: “el pasar del no podemos al no queremos”, porque la segunda se trata de una posición mucho más compleja, en cuya sombra se agazapan una moral y una estética. Por ello, recurre a diferentes dichos populares que, en todas las culturas, ilustran la necesidad de poner fronteras al privilegio a fin de evitar la autodestrucción que anida en él: del anglosajón “de descamisado a descamisado en tres generaciones”, al italiano “de las estrellas a los establos”, o nuestro “quien no lo tiene, lo hace; y quien lo tiene, lo deshace”.
La codicia, imputada ahora en las portadas de los periódicos, no podía tener protagonistas más simbólicos para ilustrar esa parábola sobre la agonía de la desmesura. Otro asunto es esa histeria que reclama una humillación real cuando las fantasías codiciosas parecían hasta ahora la forma más apropiada de estar en el mundo.
(La Vanguardia)