Joana Bonet
La paradoja que nos ofrece la libertina Francia con su reacción ante el caso del presidente Hollande es digna de análisis por varias razones. La primera: si bien el asunto ha copado las primeras planas de la prensa europea -la foto de su amante, Julie Gayet, en La Vanguardia se publicó a cuatro columnas-, la amplia mayoría de los franceses considera que se trata de un asunto privado que sólo le incumbe a él, y ahora a su familia. Entonces,¿por qué tanto revuelo? Podríamos aventurar que el desbordante interés mediático de la noticia queda al margen del juicio ético público. Y más cuando la infidelidad, en unos tiempos de conductas privadas laxas, ha roto la cadena moralizante que la ligaba al tabú. Hasta el extremo de que hoy incluso se vende como tendencia para avivar el fuego de la pareja.
Pero que tres cuartas partes de los franceses consideren que las citas galantes de un Hollande que visita a su maîtresse con casco de motorista en pleno invierno antracita parisino no afectan a su perfil político, no significa que no se hable de otra cosa, tanto en la rive gauche como en la rive droite.
La segunda razón para analizar el triángulo Hollande-Gayet-Trierweiler es la constatación de cómo las infidelidades de los políticos siguen despertando un morbo socialmente legitimado. Una ley no escrita ha protegido durante muchos años la intimidad de sus excelencias y señorías en España, y así amigas, pisos francos, tirachinas de machos alfa y dobles vidas se han guardado con celosa discreción, a diferencia del puritanismo anglosajón. En Francia hay tradición. Como si el Elíseo invistiera de una especie de aura erótica y dotara de brío lubricante a sus inquilinos. Ya hemos citado en alguna ocasión el libro Sexus politicus, donde se glosan las aventuras de Valery, la nuit Giscard d’Estaing; se recuerda la frase preferida de Bernadette Chirac cuando llamaba a los servicios secretos: “¿saben dónde está mi esposo esta noche?” o se ilustra la bigamia oficiosa de Mitterrand.
La tercera y última consideración a la que invita el asunto es que un gobernante debe ser juzgado por sus políticas y no por sus actos íntimos, sólo que a veces se superponen. Es muy probable que, en el imaginario popular, aquel que, recordemos, se definía a sí mismo como un “hombre normal” -y que con esa frase ganó las elecciones- empiece a adquirir tintes de superhombre, frecuentando a atractivas cuarentonas cuando su primera mujer ha cumplido los sesenta. Lo del hombre normal fue un eslogan que trataba de capitalizar empatía a costa de su físico. Ahora se revierte: clínica de reposo para su compañera, mafia corsa, seguridad de Estado, libido desatada… Un hombre más bien extraordinario, con un buen rock and roll.
(La Vanguardia)