Joana Bonet
Identidad nacional y nazismo. No hay peor lugar común, tan demagógico. Ojalá tan sólo fuera ligereza, incompetencia, pero esos símiles constantes que tanto valen para los escraches como para la defensa del uso del catalán logran que todo palidezca. Todo significa historia y memoria. No hace falta que abunde en las consecuencias del mayor genocidio de la humanidad -seis millones de judíos exterminados-. Ni en lo poco que a muchos ciudadanos judíos de Frankfurt o Berlín les valió su alemanidad -ni siquiera el haber blandido el sable por su país en la Gran Guerra- para evitar la cámara de gas, demostrando lo subjetiva que puede ser la cuestión identitaria según la carga ideológica que la sostenga.
Pero ese no es el tema. El nudo podría explicarse con la ley de Godwin, la que se ha utilizado para identificar trolls en los ciberforos y que ahora sale de internet para instalarse en la vida no tanto cotidiana -afortunadamente- como mediática. Señala Godwin que a medida que una discusión on line se alarga, la probabilidad de que aparezca una comparación en la que se mencione a Hitler o a los nazis aumenta exponencialmente. Esta máxima, aplicada a España, no tiene parangón ni en la cantidad ni en la relevancia de los personajes que se suman a ella. Con cuánta frivolidad hemos escuchado llenarse la boca con la palabra nazi, de forma gratuita, vacía de contenido. Desde los programas del corazón a los “argumentos” políticos como el de Francisco Vázquez, comparando a los judíos con estrella amarilla con los niños castigados por hablar castellano en el recreo, o el de Cospedal relacionando a Ada Colau y los escraches con el “nazismo puro”, se evidencia a diario el escaso rigor histórico y la escasa conciencia objetiva sobre el holocausto en un país que ha tenido serios problemas con su memoria histórica. Una España entre remilgada y temerosa de reabrir tumbas y expedientes, de revivir el pasado, que se permite frivolizar con el terror ajeno. Y que a diferencia del resto de Europa, evitó cualquier intento de reparación histórica.
Después de la Segunda Guerra Mundial, en los cines europeos proyectaban imágenes de los muertos apilados en las fábricas de muerte nazis, pedagogía que, en cambio, nunca se impartió en el franquismo hasta el extremo de que la primera lección sobre la shoah llega con la transición gracias a la serie Holocausto, de Meryl Streep y James Wood, y lo recordamos ya que ese día nos dejaban acostar tarde al tratarse de una “serie educativa” para padres e hijos. Por ello resultan tan amorales esos jueguecitos dialécticos que lejos de cuestionar una política lingüística, incluso de satanizarla, quedan enterrados en su propia perversidad. Cierto es que aquí la banalización del holocausto no es delito, pero ello no es excusa para que se cruce la línea entre la decencia y la vergüenza en nombre de España.
(La Vanguardia)