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Un centro para la memoria del pueblo valenciano

Por 25 de abril de 2025 Sin comentarios

Juan Lagardera

 

Ahora que se desata tanta controversia en torno a la memoria histórica de la sociedad española, conviene una reflexión para la supervivencia emocional del pueblo valenciano, cuya incapacidad autocrítica ha quedado más que acreditada en estos tiempos de inundaciones y mortandades. El asunto es particularmente importante para nosotros dado que venimos de una época cultural en la que el olvido había sido el factor mental –y político– a través del cual se alcanzaba la paz social. Desde finales del siglo pasado, sin embargo, siguiendo ideas clásicas de Aristóteles, los mecanismos propios de la confesión cristiana y hasta del psicoanálisis freudiano, el olvido requiere un paso previo catártico: la justicia.

Conseguir la justicia, sin embargo, no es nada fácil, por más que se empeñen los propios jueces en señalar su independencia de criterio. Toda una ensoñación. Para alcanzarla habría que cumplir tres circunstancias antecesoras: descubrir la verdad, reparar (que no castigar) y perdonar. Empezando por la primera, apenas iniciado el proceso ya nos empantanamos puesto que la verdad es un imposible, un desiderátum, dado que la historia, encargada de custodiar lo verídico, se ha desvelado como el relato que es, incluso en los testimonios guardados en los archivos. Recordemos aquella maravillosa película con la que Akira Kurosawa, Rashomon, ganó el festival de Venecia y el Óscar (en 1952), en la que se narra una historia en la que todos los testigos cuentan el mismo suceso de modo bien diferente.

Lo estamos viendo, igualmente, en los relatos de la dana que hemos padecido estos últimos meses. Los matices y circunstancias alteran el juicio sobre unos hechos que, a priori, parecerían incontestables y que son evaluables hasta de modo matemático: número de muertes, de personas afectadas, de metros cúbicos de agua desbordados, de viviendas y negocios echados a perder o de carreteras, vías y puentes destruidos… En cambio, nadie, que se sepa, ha apelado hasta la fecha a la subjetividad y memoria de las personas. Y es más que posible que tales motivaciones tengan mucho que ver con el hecho de que las riadas en el barranco del Poyo se vinieran dilatando en periodos de retorno cercanos a los cien años… allí donde la memoria se diluye en el olvido.

El carácter valenciano actual, vinculado a una sociedad agraria, deviene muy presentista, acostumbrado a los avatares de la naturaleza y, al mismo tiempo, o por eso mismo, tan esquivo a la prevención y la planificación como fortalecido en su capacidad de resiliencia, ese concepto moderno que la lengua valenciana resume de modo más carismático: amunt, endavant…

Ocurre que esta ya no es una sociedad mayormente agraria, por más que su nuevo motor económico, el turismo, tenga también un componente aleatorio y contingente, en el que las temporadas serían equivalentes a las cosechas. La valenciana resulta en estos momentos un complejo conglomerado de intereses en el que confluyen también la industria y la energía, así como los servicios y la llamada sociedad del conocimiento. De tal suerte que ya no se puede permitir afrontar su relación con la naturaleza de modo tan hedonista y al mismo tiempo fatalista. Ese burlesco meninfotisme lleva tiempo evolucionando y sus signos de cambio se rastrean desde la Ilustración –como apuntó en su día el MuVIM–, aunque no parece que avancemos a la velocidad requerida.

Son esas las razones que me llevan a pensar en la necesidad de conocimientos históricos para la sociedad valenciana, máxime cuando las diversas lecturas del pasado han generado en fechas recientes enfrentamientos culturales incluso violentos que todavía no cicatrizan y dividen en bandos diferentes a los valencianos. No se trata de tomar partido, ni siquiera de postular un relato de la síntesis como propusieron en su día Eduard Mira y Damià Molla (De impura natione), sino simple y llanamente de recordarle a los valencianos los episodios más significativos de su historia y de su actitud ante la vida. Un proyecto de antropología valenciana de la que tan carentes estamos.

Varias y jóvenes generaciones de historiadores e investigadores de las ciencias humanas llevan años revelando nuevos datos y análisis sobre las circunstancias y las mentalidades valencianas en el pasado. Pero sus aportaciones no alcanzan a la opinión pública, debilitados los medios con los que ésta se debería nutrir. Hora sería de crear algún tipo de museo o centro didáctico en el que, pensando sobre todo en los escolares, se dieran a conocer. Comenzando por todo aquello que dé luz sobre la construcción del reino cristiano de Valencia, su imbricación con el periodo árabe, sus características como espacio soberano y confederal a lo largo de casi cinco siglos de vida, así como su tránsito a la modernidad con fenómenos tan singulares como la industrialización agraria o el blasquismo.

No sé si los valencianos, más allá de los investigadores, conocen la existencia de un Archivo del Reino, creado por Alfonso el Magnánimo en el siglo XV, o los perdurables documentos que guarda un Archivo todavía más antiguo, el de la ciudad de Valencia, ahora situado en el Palacio de Cervellón, que data del siglo XIII. Probablemente, no. Es presumible que muy pocos hayan visitado los montículos de Viveros donde estuvo el Palacio Real de Valencia –ni leído los letreros que lo dan a conocer– tras las prodigiosas excavaciones que llevaron a cabo Albert Rivera y Josep Vicent Lerma. Me temo que tampoco.

No lejos de allí se encuentra uno de los mejores conventos góticos mediterráneos, la Trinidad, cuyas últimas moradoras lo abandonaron hace unos años. El Arzobispado no sabe qué hacer con él. La Trinidad, sin embargo, guarda importantes relatos para la memoria valenciana. Allí se recluyó la esposa del Magnánimo, la Reina María, tan importante para el desarrollo de la farmacopea valenciana. Allí fue abadesa y allí escribió el más importante libro para una religión humanística, sor Isabel de Villena. Y fue médico y poeta Jaume Roig, también conseller de la ciudad. También se dice que Ausiàs March y su cuñado Joanot Martorell, el del Tirant que tanto le gustaba a Vargas Llosa, deambularon por sus inmediaciones… Al otro lado de la calle –Alboraia–, se exhiben en el Museo de Bellas Artes los grandes retablos góticos de los siglos XIV y XV. La Trinidad, no cabe duda, es el lugar perfecto para un centro sobre la historia valenciana que recupere la memoria, incluida la de las riadas.

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Juan Lagardera

Juan Lagardera (Xàtiva, 1958). Cursó estudios de Historia en la Universitat Autònoma de Barcelona. Ha trabajado a lo largo de más de treinta años en las redacciones de Noticias al Día, Las Provincias y Levante-EMV. Corresponsal de cultura del periódico La Vanguardia durante algo más de un lustro. Como editor ha sido responsable de múltiples publicaciones, de revistas periódicas como Valencia City o Tendencias Diseño y también de libros así como de catálogos de arte y arquitectura. Desde su creación y durante nueve años fue coordinador del club cultural del diario Levante-EMV. Ha sido comisario de diversas muestras temáticas y artísticas en el IVAM, el MuVIM o para el IVAJ en la feria Arco en Madrid. Por su actividad como promotor de iniciativas plásticas recibió la medalla de la Facultad de Bellas Artes de San Carlos. Siendo editor jefe para la productora de contenidos Elca, renovó el suplemento de cultura Posdata del periódico Levante-EMV. Desde 2015 es columnista dominical del mismo rotativo. Ha publicado tanto textos de pensamiento como relatos en diversos volúmenes, entre otros los ensayos Del asfalto a la jungla (U. Politécnica 1994), La ciudad moderna (IVAM, 1998), La fotografía de Julius Shulman (en Los Ángeles Obscura, MUA 2001), o El ojo de la arquitectura (Travesía 4, 2003). Así como la recopilación de artículos en No hagan olas (Elca, 2021), y sus incursiones por la ficción: Invitado accidental. El viaje relámpago en aerotaxi de Spike Lee colgado de Naomi C. (en Ocurrió en Valencia, Ruzafa Show, 2012), y la novela Psicodélica. Un tiempo alucinante (Contrabando, 2022).

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