Juan Lagardera
Buena parte de los escritos de senectud de grandes pensadores están marcados por el pesimismo sobre el futuro social de la humanidad. Muchas ideas de cambio y transformación son vistas como peligrosas. De Platón a Marco Aurelio en tiempos clásicos, Schopenhauer o Malthus entre los contemporáneos más radicales, son numerosos los filósofos, historiadores o economistas que han vaticinado tiempos apocalípticos. Existe, incluso, toda una corriente del pensamiento que se autoproclama pesimista y reivindica, entre otras ocurrencias, no traer más niños a este mundo.
Que la humanidad caiga en el desánimo como se detecta en la actualidad, no es nada nuevo. La historia está repleta de catastrofismo y desesperanza. El milenarismo, por ejemplo, desató durante décadas la fatalidad entre las gentes en la Edad Media y solo la fervorosa creencia en el más allá apaciguaba las almas cristianas. Al valle de lágrimas terrenal le sucedía el éxtasis celestial. Y las cosas no fueron mucho mejor en el siglo XX, con dos guerras pavorosas, una crisis económica brutal y la pandemia de gripe más virulenta que se recuerda. Tras el exterminio de seis millones de judíos en los campos nazis que, aún hoy, algunos niegan, el filósofo Theodor Adorno llegó a decir, lapidariamente, que «Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie». Adorno había perdido toda confianza en el hombre y en su posible redención por la cultura. Nosotros, en cambio, vivimos en el mundo feliz que se construyó tras la última guerra mundial, cuyos días parecen contados, y no solo por la crisis del orden político que el conflicto de Ucrania o el nuevo estallido de Oriente Medio ponen de manifiesto.
Son otros muchos los síntomas de nuestro tiempo presente que parecen conducir a la zozobra. Por ejemplo, el historiador israelí Yuval Noah Harari, quien sorprendió a todo el mundo vendiendo más de cuarenta millones de ejemplares de sus dos libros anteriores traducidos a más de sesenta idiomas, Sapiens y Homo Deus, en donde vaticinaba un futuro tecnológico para la humanidad sorprendente, un supuesto avance científico que convertiría a los hombres en poco menos que inmortales, al alcance de la condición de semidioses. Pues bien, Harari, no sabemos si inmerso en una operación comercial de largo alcance visionario, se ha convertido en su última entrega, Nexus, en un renovado profeta del derrotismo.
Su tesis se centra en la prodigiosa aceleración y multiplicación que vienen experimentando los mecanismos de comunicación en la sociedad actual, una sobredosis informativa, tóxica en muchos casos, autogenerada en otros, que estaría en la base de la radical polarización actual, ya no solo en la política sino en otras muchas esferas sociales que abarcan desde los rebrotes de racismo a la violencia machista, del fanatismo religioso al alboroto hooligan, la hipersexualización de la música popular e internet, el descrédito y la banalidad de la ortodoxia progresista o la proliferación de sectarismos lunáticos: antivacunas, terraplenistas, negacionistas de múltiples condiciones… Y todo ello, en opinión de Harari, a las puertas de la Inteligencia Artificial, o lo que es lo mismo, ante un súper acelerador de todo lo horroroso descrito en las líneas anteriores.
Aparte de la IA y los peligros que nos acechan por su irresponsabilidad, además del control y manipulación de las redes sociales en manos chinas, de los hackers rusos o de ambiciosos sin freno como Elon Musk, están los temores que atañen al cambio climático. No hay día sin una noticia alarmante al respecto, ni documental que no muestre lo amenazado que está el equilibrio natural para los humanos. Los polos se derriten, y lo que es peor, la capa de permafrost (el suelo congelado de modo perenne) también desaparece. Una isla del Pacífico pide ayuda porque se va a pique en poco menos de treinta años. Y aunque es verdad que estas cosas o se exageran o nadie les hace ni caso, son muchos los científicos que parecen compartir tales preocupaciones.
Las migraciones. Otro de los monotemas que dominan la agenda política y los telediarios. Si ven la película Yo capitán, se sobrecogerán. Un film italiano, de Matteo Garrone. Un fenómeno también histórico, casi desde el Paleolítico, pero que en la actualidad sobrepasa a las autoridades políticas de Occidente, atrapadas entre el buenismo ingenuo e inconsciente y el populismo de raíces xenófobas. El mundo incapaz de suturar la brecha entre los países, mientras se cantan las virtudes de la mediterraneidad cuando en apenas ocho millas de mar entre Europa y África se encuentra el mayor diferencial de renta y cultura del planeta. Un abismo de civilizaciones repleto de antenas parabólicas.
Y luego está la economía, sobre la que con frecuencia sobrevuelan los malos augurios. Es como si la única manera de cobrar protagonismo para un economista consista en vaticinar una crisis inminente. A pesar de que se superó mal que bien el estallido de la burbuja inmobiliaria en 2007, de que no se reformulara el capitalismo especulativo tal como pedía en su momento un líder ahora esposado (con tobillera electrónica), Nicolas Sarkozy, que sobreviniera una pandemia y un confinamiento que hibernó la actividad productiva durante meses, a pesar de las nuevas guerras que se han desatado a las puertas de Europa, del Brexit británico y la falta de acuerdos para la liberación comercial… Lo bien cierto es que el mundo está mejor y ha sido asombroso cómo no se dejó atrás a nadie y esa creación humana llamado Estado Social funcionó protegiendo a casi todos.
Hubiera sido un buen momento para poner en práctica un nuevo contrato entre las partes fundamentales que conforman la sociedad, humanizar la globalización, avanzar hacia una práctica más ética en los negocios, porque es difícil que exista una alternativa que traiga más prosperidad y libertad que el capitalismo. Pero también es necesario que se autorregule con más honestidad y eficiencia. Lo vaticinaron pensadores como Adam Smith y lo adelantó con los límites a la razón el propio Kant. En la mismísima Lonja de Valencia, circundando su exuberante salón columnario, a la altura casi de su cielo, existe una inscripción en latín del siglo XV, muy anterior a la irrupción de la moral protestante, que dice: … «Probad y ved cuán bueno es el comercio que no lleva fraude en la palabra, que jura al prójimo y no le falta, que no da su dinero con usura. El mercader que vive de este modo rebosará de riquezas y gozará, por último, de la vida eterna».