
Tomás March
Juan Lagardera
El mundo cada vez más acelerado de hoy olvida; abandona la meditación y la cordialidad. Un observar tranquilo y relacionarse con los demás mediante la educación, el respeto y un buen ánimo son, en cambio, las mejores cualidades del ser humano moral. Constituyen el carácter afable, y no es fácil encontrarse con personas que lo posean. Una de ellas se ganó mis respetos y cariño, mi lealtad como amigo también, y acaba de dejarnos. Tomás March, «joven», muy querido, a quien los lectores ubicarán entre Valencia y Sevilla, con incursiones artísticas en Madrid y por las playas mediterráneas de Benicàssim.
Digo joven de Tomás March, a pesar de sus setenta y pocos años, porque siempre se sintió como tal en su forma de vivir y comprender el mundo. Tomás pertenecía a la generación que propuso la batalla cultural del último tercio del siglo XX, tolerante y abierta, feminizada y alegre, liberal de espíritu y libre hasta donde se podía. Humanista. Fue joven estudiante de Filología Inglesa junto a quien iba a ser su compañera de por vida, Salomé Cadenas; con ella abriría un bar bohemio en los callejones de la calle de la Paz, «la calle más calle que he visto nunca» según le dijo Luis Cernuda a Gil-Albert asomado a uno de sus balcones . No era un local cualquiera. Rodeado de tascas castizas donde se tapeaba con patatas bravas y cañas desventadas, su Café Malvarrosa, lejos del mar, emulaba en la escala valenciana a los cenáculos de tertulias intelectuales y artísticas que marcaron la época anterior a las masas.
El Malvarrosa de Tomás y Salomé, y también de Toni Moll más tarde, no era el Gijón matritense, ni la Rotonde ni el Flore parisinos o els 4 Gats o el Almirall del modernismo barcelonés. Pero en su atmósfera de la Valencia de entonces era una ínsula de Barataria, dedicada a los gustos de sus promotores centrados en la poesía, la pintura, el flamenco y la tauromaquia. Tomás March siempre fue fiel a tales disquisiciones estéticas. Se convirtió incluso en editor. Por aquel Café Malvarrosa deambulaban a deshoras el maestro Paco Brines, los quites taurinos del poeta Carlos Marzal o Pepe Cardona el Persa, quien igual leía en voz alta a Paul Auster que recortaba papelitos bajo premisas kirigami. También la melena rojiza de Carmen Alborch o el collagiste Alberto Luna. La tribu de aquel café respondía a la nueva vanguardia de la ciudad.
En los 80, Tomás March abandonó la barra y las mesas de mármol y hierro forjado por una galería de arte contemporáneo en el jardincito de una calle de la antigua Xerea, la judería medieval. Como si fuera un pedazo de interior urbano berlinés, fecundó la galería Temple, inaugurada con una exposición de Xavi Mariscal, el compañero de viaje dibujante en aquellos años de Miquel Barceló. El cartel original de Mariscal en la Temple, abril del 83, se ha reimpreso como pieza de culto. Y no mucho después llegó Arco, la feria que propulsó Juana de Aizpuru y a la que March se entregó en cuerpo, alma y amistades.
Ya como Tomás March en solitario, con Xisco Mensua, Manuel Sáez, Toni Domènech, Gerardo Sigler o Ana Prada en la formación de la galería, perdido Miguel Ángel Campano para siempre, se convirtió en epicentro de la feria del arte y de su siempre controvertido comité de selección. La «cuadra» de Tomás acogió también a los artistas sevillanos y andaluces de los 80 y 90, de Chema Cobo a Curro González, de Rafael Agredano y Fede Guzmán a Pedro G. Romero, no en balde nunca faltaba a la Semana Santa sevillana de la que vivía empapado o a alguna de las gigantescas corridas de la Maestranza, la caverna sagrada de los toros y sus silencios.
Junto al inseparable Norberto Dotor, el art hunter de la galería Fúcares en Almagro; de Juan Riancho, de la santanderina Siboney, o de Rafael Ortiz y Rosalía Benítez, de Sevilla, solían ocupar una de las «plazas» más representativas del pabellón 2 de Arco. Tomás March abría el primero y cerraba el último, acogía a todos mientras desprendía su buen humor de siempre. Y aunque pudiera departir una vez con Leo Castelli, para cenar era asiduo del Bogotá en la calle Belén de Chueca, el favorito de la vecina Aizpuru también. Y de allí a la tourné de la Gran Vía madrileña: Chicote, De Diego y el Cock, acodados ante la chimenea sin fuego del bar más memorable del país. Tomás era un fumador empedernido y bebedor social. A pesar de llevar siempre un gin-tónic en la mano jamás le vi perder la cabeza ni la lengua o la bonhomía. Y aguantaba hasta el final, la hora del cierre y un par de minutos más, como si fuera un pedernal, siguiendo las afiladas invectivas de Ricardo Meneu y las hermosas risas de Nieves Grau, al modo de una columna que sostuviera la sociabilidad de lo moderno español.
Con Tomás March organizamos algunas exposiciones inolvidables en el Club Diario Levante, artistas que él se encargaba de descubrir. Fue mi guía durante algunos años en ese mundo conspicuo de la contemporaneidad. Lo del flamenco y la tauromaquia me venía grande, prefería el fútbol. Él, en cambio, fue socio pionero del Valencia Basket de Juan Roig, al que valoraba con aprecio, y en su compañía acudí alguna vez al pabellón de la Fuente de San Luis, donde saludaba afectuosamente a casi todo el mundo. Tiempo después, su hija Salomé March, le llevaba de visita por los locales de música electrónica e indie, recordando los tiempos en que escuchaba por Biniaraix al hijo más pequeño de Robert Graves, Tomàs Graves y su sobrasada folk. También le hice de proel en su barquito de vela, el snipe, un delicioso verano solleric, disfrutando como niños.
Nunca perdió la media sonrisa, ni en los momentos dolorosos, que los hubo. La llevaba puesta, como la calma, en cuanto salía de casa. Hablé con él la última vez el miércoles día de Sant Jordi, quedamos a comer para la semana siguiente, con el mapa de Sevilla en la mano. Bromeamos sobre la mala salud de hierro tras su parkinson, que no le impedía acudir a todas las mascletás de las Fallas. Siempre afable, siempre gozoso, epicúreo. Murió en la madrugada siguiente. De madrugá, como insinúa un inexistente canon del ser. Tomás March es el mejor ejemplo que conozco del estar que existe fuera de sí, para los demás, criado en la juguetería familiar de la plaza del Ayuntamiento, su dasein, un atributo alemán.