
Foto/ Levante-EMV
Juan Lagardera
Está por escribir una historia de la culinaria desde el punto de vista antropológico. Lo ha probado el bioquímico de Dénia, José Miguel Mulet, en Comemos lo que somos, quien ya desde el mismo título de ese libro (Destino, 2023), busca generar controversia invirtiendo los términos del tópico. No hay mucho más en nuestro ámbito cultural desde dicha óptica, toda vez que en la época contemporánea quienes empezaron a escribir de gastronomía fueron casi siempre gourmets de claro perfil literario.
El gallego Álvaro Cunqueiro, por ejemplo, dejó estupendos textos sobre gastronomía y cultura siguiendo la estela de Emilia Pardo Bazán, autora de diversos ensayos sobre lo tradicional y lo moderno en la cocina española, incluyendo comentarios extensos sobre el recetario de la paella valenciana, apuntes rescatados por el chef de Benissanó, Vicente Rioja, en su reciente publicación El gran libro –secreto– de la paella (Alba y Elca, 2025). Néstor Luján o Manuel Vázquez Montalbán también escribirían con lucidez del comer en clave literaria, antes de que, con la democracia, los españoles empezaran a alimentarse sin escaseces y a cocinar besugo al horno en vez de dedicarse al sexo, tal como llegó a chirigotear Francisco Umbral.
«Es la lucha contra la hamburguesa. La gran novela latinoché nace de una respuesta idiomática violenta al inglés de USA. La nueva cocina española, francesa o catalana, es una respuesta a la invasión también yanqui de la hamburguesa, que es el imperialismo de la mostaza». Umbral, brillante como ensayista de columna en el periódico.
También el mundo del arte ha tenido sus incursiones en el territorio culinario. Se refiere a ello el curator internacional Vicente Todolí en Quisiera crear un jardín y verlo crecer (Espasa, 2024), donde narra sus experiencias neoyorquinas en el restaurante del performer Antoni Miralda y su pareja, la chef Montse Guillén, el Internacional Tapas Bar, émulo del Food, fundado por Gordon Matta-Clark, hijo del surrealista Roberto Matta, en el SoHo. Otro de los colaborades de Todolí en su huerto citrícola de Palmera, el artista Carsten Höller, ha creado un restaurante en Estocolmo con platos de muy pocos ingredientes, por no decir uno solo, el Brutalisten.
En dirección contraria, a la condición de artistas han aspirado no pocos cocineros en las últimas décadas, del propio Ferran Adrià a Andoni Aduritz o Quique Dacosta, aunque el catalán, muy listo e intuitivo, renunció a dárselas de pinturero cuando la Documenta de Kassel le invitó a participar en 2007. El cocinero del Bulli plantó los estandartes de la Documenta en la entrada de su restaurante y daba de comer a los invitados que le llegaban desde la organización artística alemana. Sin más.
Lo bien cierto es que tras la llamada nouvelle cousine francesa con epicentro en Lyon, encabezada en los años 60 por Paul Bocuse y los hermanos Troisgros, la renovación alcanzó a la cultura gastronómica española tres o cuatro lustros más tarde. Hacia mediados de los 80, Juan Mari Arzak publicaba sus recetas imposibles para el aficionado doméstico en magazines de gran tirada. Fue el preámbulo de una revolución mucho más profunda, telúrica, que se difundió desde Girona y alcanzó de lleno al País Vasco bajo la amplificación crítica de un genio de la comunicación gastronómica, Rafa García Santos.
Pero tras la tormenta siempre llega la calma. Y en nuestro caso, también el buen negocio. En los últimos años ya no hay grandes novedades culinarias sino una generalización de los valores gastronómicos conquistados en dirección a amplias capas sociales. La cocina está dejando de ser una actividad cotidiana en la casa para convertirse en un comercio intenso y profesionalizado, desde el desarrollo de la industria agroalimentaria a la proliferación de la hostelería, del ascenso del conocimiento culinario al rango universitario a su conversión en talent show televisivo de máxima audiencia. Es el tiempo en el que García Santos cierra su congreso y busca reinterpretar platos con identidad tradicional: la tortilla de patata en su caso. Y en Lyon un arquitecto valenciano, Carlos Salazar, convierte la gastronomía en museo.
Medios como Levante apuestan por la divulgación de la crítica gastronómica –de la mano del especialista Santos Ruiz–, siguiendo la estela de otros escritores culinarios como el erudito Llorenç Millo, Ibn Razin o Alfredo Argilés que fueron pioneros en Valencia. Mientras, la guía Michelin, emancipada de su actividad neumática, se convierte en una multinacional de la edición gastronómica al adquirir The Fork –el blog de comentarios más popular en el mundo– y Wine Spectator, la revista del reconocido crítico del vino Robert Parker, cuyas puntuaciones se añaden a las etiquetas de las botellas en los supermercados norteamericanos.
Llegados hasta aquí, estamos ante el mejor momento para que la gastronomía, y en especial los fundamentos de la nutrición y la salud, se incorporen a la educación general de los españoles. Ocurrió con la actividad física, cuya popularización a partir de los años 30 del siglo pasado promovió su introducción en las escuelas. De eso debería tratarse ahora, de enseñar a comer –no tanto a cocinar– y a consumir alimentos con conocimiento y bienestar. Las visitas a los comedores escolares todavía resultan deprimentes. Si hay que dar el paso hay que darlo ya. Esa es la revolución pendiente.