Jean-François Fogel
«Estoy esperando el llamamiento a filas; no doy prisa, pero tampoco quiero aplazar nada por culpa de mis dudas. Ha llegado la hora», escribe Sandor Márai en su diario, el 15 de enero de 1989. Seis días después, el autor húngaro se mata de un tiro en la cabeza, rematando a la vez un interminable exilio empezado en 1948. ¿Qué más se puede decir del fin de un genio? El último diario del autor, que abarca los años 1984-1989 (editorial Salamandra), es para mí la confirmación de que tenemos en Márai uno de los grandes escritores del siglo XX.
Desde el éxito de la reedición de su novela El último encuentro, los libros de Márai no se van de las mesas en las librerías del mundo hispanohablante. Se traduce poco a poco toda su obra y nunca nos decepciona. Temía la lectura de estos diarios cuya publicación empieza por el fin. Creía encontrar la amargura de una derrotada historia: irse de Budapest para terminar su vida en San Diego, al sur de California, no es -no puede ser- un sueño para Márai. Pero la lectura entrega un Márai monumental, un hombre que no se detiene en los detalles y camina hacia su muerte como un caballero y un filósofo. Márai elude a los temores elementales y cita a Gide quien escribió «Paul Claudel piensa que se puede llegar al cielo en coche-cama». Márai no tiene coche y poco duerme en la cama; camina por la calle con un bastón, compra una pistola para ser el dueño de su propia salida y asume su vida de exiliado: lecturas, cartas desde Hungría y, por supuesto, el peso de los recuerdos.
¿Qué más hace Márai en sus últimos años? Cuida a su esposa, Lola, y su hijo adoptivo, Janos. Ambos lo adelantan en la muerte. Entonces, sólo queda Márai y el misterio de la vida. No intenta entregar un mensaje definitivo. Lee por la noche Gyula Krudy, poco conocido fuera de Hungría a pesar de ser el monumento literario de Budapest. Abre Don Quijote, «la novela más hermosa de la literatura mundial». Se pregunta quién tiene la razón entre los filósofos presocráticos: «los que consideraban que el universo era la inmutabilidad y los que creían que el universo era el cambio permanente».
«La muerte no constituye un problema. El hecho de morir sí» apunta Márai. Tenemos un gran testimonio de un caminar digno hacia aquel hecho.