Javier Rioyo
“El hombre al que una buena hada no le haya concedido al nacer el espíritu del descontento divino con todo lo existente nunca descubrirá algo nuevo”. Eso lo dijo uno de los más grandes transgresores de la música, del arte, Richard Wagner. Su música fue una explosión, renovó la manera de expresar los sentimientos, la forma de interpretarlos y buceó por las fuentes misteriosas de las leyendas. Hizo muchas cosas más. Había una parte del público que lo despreciaba. Otros, los “modernos” de entonces lo defendían, se enfrentaban contra los más clásicos, contra los apasionados de Verdi o de las formas italianas. Aquello siguió muchos años, todavía siguen esos enfrentamientos, pero no con la virulencia de entonces. La fuerza de Wagner, sus músicas unidas a algunas de las mejores obras de la provocación surrealista. Buñuel no hubiera sido el mismo sin Wagner.
De aquellas provocaciones me acordaba por la esperpéntica aparición de una nueva beatería de algunos, pocos pero mal intencionados, abonados al Teatro Real de Madrid. No les gustan algunos de los mejores montajes del año. Que nos les guste no importa mucho, de hecho lo contrario sería muy extraño. Son el penúltimo “corpus” de representación de puritanismo, de clasicismo mal entendido y de caducidad en sus gustos, sus formas, su estilo… Pero son unos chivatos. Unos malintencionados, unos represores y unos intransigentes. Quieren hacer llegar sus quejas, tan moralistas y estrechas, a los que ponen el dinero. Amenazan con llevar sus protestas a los patrocinadores y así intentar provocar una espantada de las subvenciones de un teatro público, subvencionado y valiente como está siendo el Teatro de la Opera de Madrid.
Les molestaron, fundamentalmente, Calixto Bieito y su montaje de Wozzeck de Alban Berg. Y la nueva ópera del español, José María Sánchez Verdú, El viaje a Simorgh, basada en un texto de Juan Goytisolo que hace homenaje a algunos místicos y transgresores de las ortodoxias. Y con un excepcional montaje escénico de Frederic Amat.
Dicen estar molestos por el sexo explícito, lo pornográfico, las burlas religiosas, en fin, un montón de lugares comunes para quejarse de obras libres, interpretadas por gentes libres, pensadas por artistas libres y dirigidas a públicos libres y abiertos. Algunos del Teatro Real, de otros teatros, cines, lectura no son libres, creen en el pecado. Piensan que una moral se debe imponer a las otras. Una religión a las otras. Y una corrección a nuestros incorrectos pensamientos. En fin, la ópera parece una expresión minoritaria. No lo es tanto. Muchas personas lo pueden ver. Se está haciendo un acuerdo para sus retransmisiones en televisión. Y además, allí más que en otras artes escénicas, se están buscando nuevas formas expresivas. Todo lo nuevo parece tener que seguir condenado a supervivir defendiéndose de los censores. Sobre todo de esos que no se conforman con expresar su desacuerdo, su queja, sino que quieren conseguir el cierre a la imaginación en libertad. Espero que no lo consigan. Y espero, quizá espero demasiado, que los ricos, los nuevos mecenas piensen en la necesaria libertad que necesita el arte. No sólo libertad. También transgresión.