Javier Rioyo
Luis García Berlanga es un genio. Pepe Isbert también lo fue. Manuel Alexandre lo es de manera cercana, entre la poca voz y el café, entre fugas y billares. Como lo fue su amigo Fernando Fernán Gómez. Y Buñuel que siempre se alegraba de ver, oír, trabajar y beber con Paco Rabal. Alfredo Landa, hablando como un español rural consiguió triunfar en Cannes. Saura sigue siendo un referente del cine español, hablando en el idioma de Gerarda Chaplin- no confundir con la hija de "El gordo y el flaco"- o haciendo que creciera Ana Torrent con sus lobos tan cercanos. O subiendo a Rafaela Aparicio por cumplir cien años. Hay muchos más genios de nuestro cine, unos hablan como los Ozores o son tan elegantes como Fernando Rey. Y después vinieron los otros, desde Almodóvar a Mar Coll.
Habría mucho que hablar. Pero no debemos olvidar lo que decía Wittgenstein: de lo que no se puede hablar más vale guardar silencio. O algo parecido. Pero no aprendo la lección, me cuesta callarme. Incluso sin ignorar aquello de lo que opino.
Se puede opinar desde la reflexión pero es mucho más común opinar desde nuestra propia ignorancia. Lo hacemos muchas veces al día. Lo hacemos en los bares, en comidas de amigos, en pandilla o en familia. Damos opiniones sobre casi todo, decimos cosas por decir, hablamos por hablar. Y "como te digo una co, te digo la o". Todo vale. Las opiniones se las lleva el viento pero valen por quién las dice, tienen el crédito, o descrédito, de quienes las emiten. Otra cosa son algunos foros, algunos espacios en los que los que se expresan opiniones por quienes tienen razones, argumentos y capacidad para emitirlas. En un foro público hay que saber lo que se dice, porqué se dice y quién lo dice. No siempre pasa así. A veces incluso no pasa ni en los más reputados lugares.
El lunes dos de Agosto, en mi refugio en la ría de Aldán y lejos de mundanales preocupaciones, había leído el titular de "la cuarta página" de El País, normalmente un lugar de reflexión, pensamiento, opinión y debate, pero ese dia me sorprendieron lo excesivo de las intenciones de un artículo pretencioso desde el título: "El problema más grave del cine español". La sorpresa no paró hasta el final, pasando por el confuso y torpe contenido. Y quería tratar, nada menos, del "problema más grave del cine español. Mucho más atrevido que las "conversaciones de Salamanca" de tiempos franquistas. Las sorpresas, como las desgracias, a veces no vienen solas sino que se aumentaron al leer quién lo firmaba: John J. Healey.
El hábil Healey que yo conocí, un zorro en el mejor sentido anglosajón de la palabraal que no se le pueden negar habilidades profesionales en cargos de representación y simpatía. No entiendo su enfado con un cine que desconoce segun su propia confesión en un programa de la SER. Justo antes de que hablara un conocedor del cine, de nuestra forma de hablar, de cantar y de contar, José Luis Cuerda, que no daba crédito a lo que había leído y escuchado del señor Healey. Me hubiese encantado escuchar lo que pensaría alguien tan escéptico y sagaz como Luis Ciges. No le hubiera dado importancia. Justo lo que yo tendría que haber hecho si fuera otro, si pensara más en Wiggenstein y menos en el contenido de un artículo que resultó ser un cúmulo de naderías, de arbitrarias opiniones, sin olvidarme de lo confuso unido a un grado notable de ignorancia. Una opinión de ningún valor sobre algo que no conoce y de alguien que no nos importa lo que diga. Nada sorprendente. Hubiera sido mejor el silencio. No ha podido ser. Lo siento por mi. Y por Me, que no se quién puede ser, pero que tiene razón con respecto a mi y mis tiempos de vacaciones desperdiciados. Corto y cierro con el tema. Sigo con mis lecturas adúlteras.